Capítulo 4

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Esmael corría.

Esa noche su padre había vuelto a casa tras un roce y una pelea, que claramente había perdido; sus moretones y pequeños cortes lo atestiguaban. Estaba muy cabreado, y al llegar a casa había centrado su furia en la única cosa de la vivienda capaz de retorcerse de dolor: Esmael.

Así que había huido.

Aunque centenares de metros envueltos en la niebla lo separaban del pueblo, casi sentía el aliento de su padre en la nuca, a punto de darle caza.

Finalmente, se derrumbó antes el árbol partido, exhausto.

¿Por qué él? Era un buen chico, aplicado y obediente. Si de verdad existía un Dios, ¿cómo toleraba tales abusos? Esa era una de las muchas razones por las cuales Esmael era ateo.

Montado ya en la bici, ordenó a sus músculos que le alejaran todo lo posible de Green Valley.

En su refugio estaría bien. Tal vez era un pensamiento un tanto infantil, pero no tenía nada más que le pudiera reconfortar, no tenía una madre esperando con los brazos abiertos y una cena caliente.

Esmael alzó la vista. No estaba lloviendo... entonces... Estaba llorando. Se secó las lágrimas y siguió, no había momento para la debilidad. En un mundo como el que habitaba si te caes, se te tiran encima para asegurarse de que no te levantas.

Llegó al Hotel Fridgerald con calambres y a las puertas del desmayo por el esfuerzo. No había comido nada desde el mediodía, y la paliza propinada por su padre, más la que se había autoinflingido con tales esfuerzos, le estaban pasando factura.

Se intentó sentar en el sillón, solo para desplomarse sobre él, con un sonoro quejido del viejo mueble.

Se preguntó que podría hacer, y sólo se le ocurría que tendría que volver, agachar la cabeza y enseñar la espalda, prepararse para el implacable castigo que, sin duda, tendría lugar.

Un reloj de cristal agrietado, rescatado de su casa, marcaba las doce y pocos minutos cuando lo oyó.

No cometió el error de achacarlo a su imaginación o al pobre estado del edificio.

Eran pasos.

Pasos por el corredor. Pasos que no se molestaban en ocultarse. Pasos decididos. Pasos seguros. Paso que se acercaban.

Rápidamente, Esmael miró a su alrededor. Nada, la habitación estaba libre de escombros.

Se dirigió al armario y buscó un buen libro, evaluándolos en dos categorías: peso y cuánto le habían gustado.

Se decidió por el libro La Emperatriz de los Étereos. Buen tamaño, tapas duras y no le había gustado mucho. Pidió perdón mentalmente a la autora.

Los pasos debían de haber hecho alguna pausa por el camino, porque desde que los oyó por primera vez hasta que estuvo junto a la puerta, libro en mano, habían pasado por lo menos dos eones.

Entonces la vio.

Era una chica, que parecía tener su edad, de pelo negro y ojos de un verde oscuro, un verde como salido de un bosque profundo, baja y vestida por completo de negro. Ella habló primero:

-¿Qué haces aquí?-dijo con respe.

-No, ¿qué haces aquí?-diálogo de besugos, pero éste era su refugio, él estaba en su derecho de cuestionar a la intrusa.

Ella respondió como si fuera la dueña del lugar. ¡Tendría cara!

-Oye, perdona, yo no soy la friki que tiene montada su... tugurio en un puto hotel para ratas. ¿O eres una de ellas?

Esmael creía que se le estaba hinchando una vena. Podría haberla preguntado que si era su dignidad lo que se la había perdido a altas horas de la noche. Pero simplemente descargó toda la rabia acumulada durante el día en tres palabras. Una voz pequeña, ignorada en su mente, dijo que tal vez su enfado no era producido por la chica que tenía delante.

-¡Fuera de aquí!

Su mano apretó el libro con más fuerza. Aunque no lo miró, juraría que le estaba marcando las uñas en la cubierta. Tal vez le estaría poniendo la tilde a alguna letra del título.

-Perdona, pero no tengo qué moverme, ni voy a hacerlo-¡sonaba incluso indignada!

La actitud de la chica lo exasperaba.

Salió de la habitación, rumbo a las escaleras, pisando tan fuerte que notó como el polvo se desprendía del techo, en una lluvia de olvido y soledad.

Oyó como la chica lo seguía. Joder con la tía.

Sin darse la vuelta siquiera, lanzó el libro hacia atrás con la fuerza de todo su enfado.

La chica desistió en seguirle.

Mientras pedaleaba rumbo a Green Valley, en su mente se repetía incesantemente el ruidoproducido por un grito, seguido del de un cuerpo al caer al suelo.

Un lugar entre las sombrasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora