Capítulo X

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"Ni tu peor enemigo puede hacerte tanto daño como tus propios pensamientos" (1)

Todo había empezado como una tonta coincidencia, al haberse encontrado junto a sí a aquel hombre que parecía de la tribu apache (2) si no fuera por esa extraña vestimenta, topárselo y que la mayoría de las joyas cayeran tras él fue lo menos desafortunado, llegar con las manos casi llenas le parecía un golpe de suerte, la comida no escasearía y estaba seguro que con aquellas joyas lograría gran parte del dinero que esperaba ahorrar para por fin ser libre.

Más la sonrisa en su rostro duró poco, allí, parado fuera de su carpa estaba Madara, con su sonrisa cínica y sus largos mechones negros escondidos tras su sombrero de vaquero, con aquella estrella que decía que él era el sheriff, no pudieron escoger a alguien peor. Alargo sus manos como esperando algo, Deidara oculto su cicatriz bajo su cabello y en su rostro había furia contenida.

Las joyas caían en el suelo a medida que era golpeado salvajemente por los hombres que acompañaban a Madara, era experto pero lo triplicaban en número, hasta la última de las joyas cayo a sus pies, aún después de aquellos golpes él luchaba, escuchó un gruñido de boca de su compañero, si es que así lo podía llamar, buscaba entre las joyas algo, él no sabía que, solo había cumplido con la misión que este le había encargado, aún a pesar de su furia desmedida.

Aquellas joyas contenían alúmina (3), más rebuscaba algo más, se dirigió hacia el apuntándole con su cañón le dijo – ¿En dónde está?–, con heridas en su cuerpo le escupió a su rostro, sin importarle que le estuviese apuntando, él se había ganado aquello con el sudor de su frente, y aquel ladrón que se hacía llamar sheriff lo amenazaba cuál cobarde, aquello ya era el acabose (4).

-- Es todo lo que había allí, déjame en paz y lárgate– la sonrisa en aquel rostro deformado por la ira le hizo estremecerse, más su cuerpo no demostró aquello, –Falta la joya más importante y la más valiosas, estás no son más que basura– le dijo golpeándole con el pie a su rostro, –Si no la encuentras dentro de un mes regresaré y te mataré, como hace años debí haber hecho– Deidara sonrió socarrón, que lo matará allí si este quería, más nadie más saqueaba como él, por algo aún seguía con vida.

Encontrar la joya fue un suplicio, de repente lo vio, allí, parado en medio de la nada, y entonces estuvo consciente de la belleza que este emanaba, su cabello negro entrenzado llegaba hasta debajo de sus rodillas, su mirada pérdida en el horizonte y aquella vestimenta lo hacían digno de un retrato, sacudió su cabeza, la primera de sus reglas acababa de quebrantarla. No enamorarse del enemigo. Si lo veía así hasta era patético.

Le reclamo, grito, y actúo como niño pequeño, se burlaba hasta de las palabras que salían de su boca, si antes se sentía patético ahora se sentía estúpido, negar que sus ojos centellearon cuando observó que la joya faltante estaba entre las manos de este, era mentirse a si mismo, trató de arrebatársela más este le dijo que si lo ayudaba, se la daba, no tuvo más remedio que aceptar, o simplemente fue el hecho que realmente quería aceptar.

Le presentó a su caballo Katsu como si se tratara de una cosa más en su vida, sabiendo de antemano que este era la única familia y en el único en quién podría confiar, luego del tiempo se dio cuenta de pequeños detalles que el otro tenía con él, por ejemplo bañarse lejos de él, ¡Ja! Cómo si no tuviesen lo mismo.

También veía que había ocasiones en las que ni una palabra salía de sus labios, más sus ojos hablaban por él, el dolor, la confusión, el terror, cosas que le llegaron a confirmar que estaba en un estado tonto llamado enamoramiento, ahora el aljófar (5) era insignificante ante el encanto de aquel ser, casi divino, inalcanzable, etéreo, sus latidos hacían eco dentro de sus tímpanos, bufó molesto, al enamorarse estaba perdiendo la cabeza, y fue cuando vio el líquido carmesí que rodaba por el rostro de aquel a quién amaba, y entonces se aterró.

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