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 Francesca se sobó los mocos y limpió con furia las lágrimas de su rostro. Últimamente, todo lo que Jacob provocaba era llanto y más llanto. Incluso así, enojada con él y con ella misma, dobló la hoja con cuidado y la metió en el cajón de su mesa de noche. Cerró el mueble, miró la madera color caoba un segundo más largo de lo normal y volvió a sacar la carta.

La releyó tres veces y lo único que causó fueron sollozos más fuertes.

Quiso arrugar la hoja y aventarla al cesto de basura, pero por supuesto que no pudo y no podría. Aunque no quería admitirlo, las palabras de su marido cada vez hacían más efecto, llevándola a memorias del pasado y recordándole lo fácil que había sido todo en aquel momento. Sin complicaciones, solo dos adolescentes enamorados.

El dinero comenzó a faltar cuando Sheridan nació, pero eso nunca les impidió ser felices. Vivían bien, cómodos, y como Francesca era buena ahorrando siempre tenían un poco a fin de mes para poder darse algunos gustos.

Obviamente Jacob tuvo que salir y arruinarlo todo. Sí, Francesca admitía que quizá una obra social que cubriera mejor sus necesidades médicas, especialmente por Serena, habría sido mejor, pero nadie moriría si seguían como estaban.

Sentada en la cama del cuarto de huéspedes de su hermana, se sentía una hipócrita.

Estaba casada con un millonario, por lo que ella millonaria también. Le llamaba casa, pero Francesca y sus hijos se referían a esta como castillo. Era enorme, tanto que Serena y Sheridan estaban durmiendo en habitaciones diferentes, y si no fuera porque Sierra aún era pequeña y se despertaba por la noche también tendría un cuarto propio.

Por más lujoso que fuera todo, Francesca añoraba volver a dormir en su propia cama, en las sábanas floreadas que olían a lavanda y el cuerpo de... No. No iría a ahí. No pensaría en cómo se sentía dormir junto al hombre que amaba. O creía que amaba. Ah, estaba tan confundida, ya no sabía qué pensar.

Se lamió los labios y volvió a guardar la carta. Estaba recogiéndose el cabello en un moño cuando Sheridan entró al dormitorio. Su cabello castaño oscuro le cubría las orejas y las cejas, y casi que lo dejaba ciego gracias a la gorrita de lana que siempre llevaba puesta. Vestía su pijamas de Iron Man y estaba descalzo.

—Sheridan —llamó, y no le sorprendió para nada sonar tan horrible como lo hacía. Su hijo ya la estaba mirando—. ¿Qué haces sin tus pantuflas? Ve a ponértelas. Por favor.

No quiero que te enfermes.

Él hizo como si la hubiera escuchado y se acercó hasta estar frente a ella, con su panza tocando las rodillas de su madre.

—Ma —susurró—, tengo que decirte algo. No le puedes contar a nadie.

Francesca se cruzó de brazos.

—Solo si te pones las pantuflas.

Sheridan la tomó por los hombros.

—¡Mamá! —continuó exclamando en un susurro—. Las pantuflas no son tan importantes como lo que te tengo que decir.

Ella se levantó, buscó las pantuflas en la habitación de Sheridan y volvió a la suya, en donde su hijo estaba sentado al borde de la cama con los pies colgando. Dejó el calzado en el suelo y se volvió a sentar a su lado.

—¿Qué es eso tan importante que tienes para decirme?

Sheridan suspiró.

—La tía es mala, mamá.

Francesca parpadeó.

—¿De qué hablas?

Su hijo se acercó un poco más a ella; sus ojos chocolate se mostraban asustados.

—La tía es mala, mamá —repitió—. Le dice cosas feas a Serena e ignora a Sierra cuando tú no estás. Por favor, volvamos a casa de papá, por favor, por favor, ya no me gusta estar en esta casa. Cada vez que tengo que ir al baño me pierdo en los corredores.

Francesca no podía creer que su hijo acudiera a semejantes mentiras, acusar a su hermana de algo como tal, solo para convencerla de volver con Jacob. Sintió que sus orejas se enrojecían por el enojo y la vergüenza de escuchar esas cosas salir de la boca de su hijo. ¿Qué pensaría su hermana si lo escuchara? Ni siquiera quería pensarlo. Ambas eran de un corto temperamento, ¿pero llegar al punto de tratar a una niña de casi dos años y otra con Síndrome de Down? No.

—Sheridan... No puedo creer que mientas de esa manera. Lo lamento, pero el fin de semana entrando no irás a lo de tu padre con tus hermanas.

Los ojos de Sheridan se abrieron como platos y saltó de la cama, pateando las pantuflas con tanta fuerza, que rebotaron contra la pared. Francesca jadeó por la sorpresa.

—¡Sheridan!

—¡¿Por qué piensas que estoy mintiendo?! —gritó—. ¡Yo no miento! ¡La tía es mala, no nos quiere! ¡Debemos irnos de aquí!

—¡Es suficiente! —bramó ella, levantándose también—. Si vuelves a gritar de ese modo te dejaré sin otro fin de semana sin ver a tu padre. La tía nos está dando un lugar en donde quedarnos mientras yo busco uno. Ella no es mala.

Sheridan no se largó a llorar a pesar de las amenazas y el regaño. Se cruzó de brazos y frunció los labios, fulminándola con la mirada. Negó con la cabeza de manera lenta, y de pronto lució como una persona mayor a un niño de solo diez años de edad. Francesca sintió que su corazón se quebraba.

Su hijo no dijo nada. Dio la media vuelta y se fue, dando un portazo. Francesca saltó con el sonido y se sentó despacio sobre el edredón de pluma de ganso. Quizás había sido demasiado prepotente con Sheridan. En el último tiempo no hacía más que reaccionar mal a las situaciones más simples.

Suspiró, se talló los ojos y escuchó que Sierra se reía a carcajadas en la habitación contigua. El cuarto de Serena. Ya era tarde, debían irse a dormir. Se levantó para ir a arroparlas, pero sus ojos se detuvieron las pantuflas de Sheridan; una a un lado de la cama, la otra cerca de la pared.

Se volvió a sentar.

No me digas que me amasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora