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            Francesca tuvo que tomar una decisión repentina.

El día había comenzado como cualquier otro, un fin de semana en el que debía despedirse de sus hijos para que lo pasaran con su padre. Esta vez, sin embargo, decidió que los llevaría hasta la casa nueva de Jacob —que debía admitir que le parecía hermosa y acogedora— y pasaría tiempo con ellos. En familia otra vez.

Jacob ya conocía los planes y estaba más que feliz. Luego de leer su última carta, era lo menos que podía hacer. La hizo reír y llorar tanto con esa memoria.

Francesca se sintió un poco culpable al escuchar la felicidad que expresó por algo tan simple como pasar parte del día los cinco juntos. Se sentía culpable porque sabía lo fea que era la ausencia del amor más incondicional del mundo y era ella quien se lo había privado a todos. Aunque todo hubiera comenzado por un error de él... ella también cargaba con algo de culpa.

Así que preparó las mochilas de Serena, Sheridan y Sierra, y eligió prendas que sabía que Jacob amaría en ella. Se puso jeans ajustados, que aunque no eran los que él amaba de la adolescencia tenían cierta similitud; agregó una camiseta manga larga que dejaba un hombro descubierto en color blanco antiguo, con sus botas Sorel y una gran bufanda bordó. No se ató el cabello, pues había dejado que se secara solo luego de su ducha y las ondas oscuras estaban perfectas como nunca antes.

No se maquilló mucho, pero sí estrenó una máscara y un labial.

Se puso a buscar un suéter que quedaría perfecto con lo que estaba usando y su abrigo usual, pero no lograba encontrarlo. Recordó que había quedado en el armario del vestíbulo y bajó casi saltando por las escaleras. Estaba allí, por suerte, pero la felicidad de haber completado el atuendo perfecto duró muy poco.

—¡No puedes, te dije que no puedes!

Francesca se sintió preocupada al instante. Era la voz de su hermana, Florence, gritando con enojo desde la sala familiar. Se acercó en silencio, gracias a la alfombra, y cuando llegó hacia la habitación se sintió un animal peleando contra sus instintos: Serena estaba parada frente a los estantes que estaban adornados por gatos de porcelana hechos por Florence, mirando hacia abajo con su labio inferior curvado en un mohín.

Y su hermana... la persona en la que más había confiado en todo este tiempo...

—Estás dañada, Serena, y solo lo puro puede prevalecer en este mundo. Ya lo he dicho miles de veces, cariño. Confía en mí que sé de lo que estoy hablando. Tu madre está ciega y cree que hace lo mejor para ti, pero la verdad es que no tiene idea. Tú no puedes jugar con mis gatos de porcelana porque los dañarás y, como ya te dije...

—Eso es suficiente —musitó Francesca con una suavidad tan oscura que hasta a ella se le erizó la piel.

Serena levantó la mirada y corrió hacia su madre, llorando en voz baja e hipando sin control. Ella abrazó a su hija, le acarició el cabello y la espalda, murmurando que todo estaría bien. Ah, si tan solo hubiera hecho caso a las palabras de Sheridan. Qué ingenua había sido. Qué ceguedad la que la había poseído.

Florence estaba más pálida de lo normal, pero tuvo el tupé de reír.

—Oh. Franny. Solo le estaba diciendo a Serena que...

—La verdad es que no tengo ganas de escuchar una repetición de la suciedad que acaban de salir de tu boca. —Negó con la cabeza—. No puedo creer que seas tan cerrada de mente, tan prejuiciosa y tan desagradable. No puedo creer que seas mi hermana. No puedo creer que todo este tiempo pensé que podía confiar en ti. No puedo creer que hayas querido lastimar a tu sobrina, a mi hija, adrede. Eres de lo peor, Florence. De lo peor. No te preocupes, hoy nos iremos y no volveremos a verte. Al menos no por un largo, largo tiempo. Espero que el karma haga un buen trabajo.

No me digas que me amasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora