Prólogo

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No recuerdo que me llevó hasta allí, tal fuera el extraño silencio que envolvía la casa o el sonido de un llanto apagado que lo interrumpía.

Caminé descalza por el piso frío, como un pequeño fantasma que atravesaba los pasillos. Me asomé a la puerta y la vi aferrando una carta contra su corazón mientras las lágrimas caían por su rostro.

Yo tenía seis años en ese entonces y amaba a esa mujer que ahora se revelaba en una forma totalmente desconocida para mí.

Llorando a solas, cobijada por las sombras, no era la elegante dama inglesa de la sociedad, ni era tampoco mi cálida abuela dispuesta a equilibrar con su ternura la dureza de mis padres, era una desconocida.

Percibió mi presencia y sus ojos azules, iguales a los míos, se quedaron mirándome, me aferré con fuerza a la hoja de la puerta que medio me ocultaba, parecía que el dolor de su mirada pudiera tocarme.

No dijo una palabra, sólo nos miramos hasta que corrí hacia sus brazos y me sostuvo contra ella.

Su cuerpo desprendía dolor de mujer, de la clase que sólo una herida de amor puede infligir, desesperado, intenso, incurable, pero entonces no lo comprendí.

Pasarían muchos años para que yo comprendiera esa desolación, muchos años para seguir las huellas de mi abuela hasta sentir que yo lloraba ese mismo llanto que había presenciado en mi infancia, para que yo también me volviera una extranjera en mi propia piel.

Pétalos de cerezoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora