Capítulo dos

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Al descender del barco, por primera vez , fue plenamente consciente de que estaba sola en un país desconocido y que ni siquiera hablaba el idioma.

Sintió un instante de pánico pero inmediatamente aferró con fuerza la pequeña urna, aquel amor que la había hecho viajar una distancia impensable, le daría fuerza.

Respiró con fuerza, llenándose los pulmones con el aire de Japón.

-Ya estamos aquí –susurró, luego se acomodó el sombrero y con una sonrisa que fingía valentía le hizo señas a uno de los jovenzuelos que pululaban por ahí para que la ayudara con su equipaje. Un muchachito se acercó a ella y justo una voz llamó su atención.

-¡Señorita Seymour! – la llamaron y vio acercarse al rubicundo hombre holandés con el que había conversado durante el viaje.

-¡ Señor Van Boven! – lo saludó ella. Era un hombre mayor que trabajaba como asesor en comercio para el gobierno japonés. Era muy amable y a pesar de las reservas iniciales de Anna, había resultado una persona muy agradable que además le había contado muchas cosas interesantes sobre Japón. Se sintió aliviada al verlo y un poco de la reciente tensión se esfumó.

- Bienvenida a Japón – dijo él alegremente y ella le sonrió- Alguien tenía que darle la bienvenida.

-Muchas gracias.

-¿Ya sabe dónde irá?

-Quería conseguir un carro para llegar hasta la embajada de Gran Bretaña para pedir algo de información y asesoría.

-Está bien, la llevaré hasta allá entonces, mi empleado vino a buscarme, así que será un placer llevarla.

- No quiero importunarlo.

-Claro que no, vamos- dijo y luego le habló en japonés al muchachito que cargaba su maleta para que llevara el equipaje al transporte que lo esperaba. Anna se felicitó a si misma por llevar pocas cosas, sólo cargaba un pequeño equipaje de mano y una maleta con pocos cambios de ropa. Si su madre no estuviese totalmente espantada por aquel viaje, lo estaría por el pragmatismo de su hija.

La Señora Seymour habría sido incapaz de viajar sin llevar por lo menos cinco maletas cargadas de ropa y cosas innecesarias.

La joven subió al carro y desde allí, mientras Van Boven le relataba qué lugares eran, vio a Tokio por primera vez.

Era un lugar mucho más extraño de lo que podía haber imaginado, parecía estar suspendido entre dos tiempos, por un lado la modernidad con sus tranvías eléctricos, y construcciones nuevas y por otro el pasado que se filtraba en los templos y el vestuario tradicional de la gente.

En la calle podía observar una gran mezcla de personajes, mujeres ataviadas con trajes y peinados típicos, se cruzaban con hombres vestidos al estilo occidental, mientras otros conservaban sus yukatas.

Anna miraba fascinada, absorbiendo cada detalle, pensaba en lo distinto que debió ser para su abuela, mucho más teniendo en cuenta que Japón había cambiado drásticamente en las últimas décadas . Cuando Claire vivió allí era un lugar que apenas empezaba a abrirse al mundo occidental. Sin embargo, su amor por Akira había convertido a aquel país en su hogar y la había vuelto una extranjera en su propia tierra. Tanto así, como para elegir que sus restos mortales fueran llevados allí.

Por un segundo, la joven sintió cierta aprensión al pensar qué clase de influencia tendría Japón sobre ella, casi como un presentimiento del porvenir.

No tuvo tiempo de indagar más en aquella sensación pues su compañero holandés anunció que habían llegado a la embajada.

Anna agradeció la ayuda y prometió contactarse si tenía tiempo, aún le quedaba mucho para llegar a su verdadero destino, pues el hogar de Akira era una provincia alejada de la capital. Su viaje acababa de comenzar.

Pétalos de cerezoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora