Capítulo nueve

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El joven japonés no pareció notar aquel silencioso intercambio y se ocupó de llevar el equipaje de Anna.

Se sorprendió cuando Takeshi la hizo sentar en el asiento delantero del vehículo y luego ocupó el puesto del conductor.

-¿Conduces? – preguntó asombrada.

-Sí, Gaijin. Este automóvil es uno de los primeros que llegó al país, y aprendí a conducirlo antes que nadie. Confía en mí.

-Espero tener más suerte que con los trenes- dijo ella en tono de broma. Y cuando él arrancó, durante unos minutos contempló la Villa Izumi que dejaban atrás.

Takeshi condujo a mínima velocidad y más que por precaución, ella sabía que lo hacía para demorar su despedida. Estaban agotando sus argucias y pronto deberían enfrentar lo inevitable, pero mientras tanto luchaban por ganar momentos juntos.

Una vez que dejaron la zona urbana, el paisaje era hermoso, campos verdes que se extendían más allá de la vista, cada tanto se elevaban pequeñas zonas boscosas. Aún así, Anna lo miraba a él.

-No deberías mirar así a las personas, Gaijin.- la reprendió mirándola de reojo

-Quiero recordarte.- susurró y él estiró la mano para hacerle una leve caricia en el rostro.

Al llegar al poblado de Akira, Takeshi habló con personas del lugar para averiguar dónde estaba su casa y donde había sido enterrado.

Pudieron averiguar bastante sobre él, Anna se enteró que había sido maestro en la aldea e incluso los llevaron hasta donde vivía una sobrina de él, su única pariente viva para que les diera más detalles.

La mujer apenas se sorprendió por la visita de la joven inglesa, fue como si la esperara.

Los invitó a comer y les habló de su tío, a menos los pocos recuerdos que tenía pues había sido muy joven cuando él había muerto.

De hecho había sido su madre, la hermana menor de Akira, quien había enviado la última carta a Claire. Por eso la mujer no se había sorprendido al verla, sabía que su tío había amado a una extranjera, una cuyo nombre había sido la última palabra que pronunciara.

Akira no había sido enterrado, había sido cremado y sus cenizas esparcidas junto a un Espino Blanco que había cerca de su casa.

Anna, a través de Takeshi, le pidió que los llevara hasta allí. Ella no podía acompañarlos pues tenía niños pequeños.

Les explicó como ir, estaba alejada, y les sería difícil llegar hasta ella con el auto, tendrían que dejarlo a mitad del trayecto. Incluso les aconsejó quedarse a pasar la noche en la casa porque una vez que anocheciera les sería difícil regresar.

Les dijo que la casa estaba habitada por su hijo mayor pero que un par de días atrás había viajado hacia el norte por trabajo, así que podían ocuparla tranquilamente.

Agradecieron las indicaciones y partieron.

El lugar era ciertamente de difícil acceso, la casa estaba en una pequeña colina rodeada de frondosos árboles.

Llegaron al lugar poco antes del atardecer y vieron la casa de madera en lo alto.

Subieron hasta allí, y se maravillaron por el paisaje. A uno de los costados había una pequeña hondonada repleta de cerezos en flor. Y del otro lado de la casa, se erguía el Espino Blanco, cargado de flores.

Los dos se quedaron unos minutos en silencio, abrumados por la belleza de la naturaleza. Akira había elegido un lugar sublime para retirarse.

-Hemos llegado...- susurró Anna y tomó la pequeña urna que había viajado con ella desde tan lejos. Seguida por Takeshi se aproximó al árbol.

Pétalos de cerezoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora