Capítulo XI: La mazmorra

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JOHN

Trazo con mis cadenas de hierro la línea en la pared que marca el final del día. Hace mucho que dejé de contarlas, sin embargo, sigo dibujándolas para mantenerme sereno, para no perder ni la esperanza ni la razón.

No sé cuánto tiempo ha pasado desde la última vez que vi a Ari, pero debe ser mucho, porque ya casi no recuerdo lo preciosa que estaba con su vestido de novia. Ya casi no recuerdo su voz y cuando aparece en mis sueños es sólo un deformado y lejano espectro.

Aunque intento mantenerme con vida, muchos han sido los días en los que la idea del suicidio me parecía la única vía de escape de este infierno, pero luego pensaba en lo que tengo, o más bien en lo que tenía, en todo el esfuerzo y trabajo que me costó conseguirlo y entonces el suicidio se convertía en algo cobarde y egoísta.

A pesar de las torturas, los primeros días fueron los mejores. Todavía mantenía la firme esperanza de que me encontrara, de que mi fuerte y adorada Ari me sacaría de esta situación, como siempre habíamos hecho el uno por el otro. Pero cuando me metieron en la nave, supe que ya no había vuelta atrás. Nadie de Onirit, excepto los prisioneros y los esclavos que habían coleccionado las Maleficent durante la guerra, se había atrevido a poner un pie en ese planeta. Es territorio desconocido y el único lugar donde los villanos pueden utilizar sus poderes.

Y ese miedo, no es injustificado. Aunque me metieron directamente en las mazmorras del castillo, puedo asegurar que no es el planeta más agradable del universo. Desde la pequeña ventana con barrotes, se filtran aullidos, lamentos y otros sonidos verdaderamente terroríficos, así como un olor nauseabundo a putrefacción, como de mil cuerpos quemándose en una hoguera. Y cuando llega la noche, doy gracias por los barrotes que me protegen de esa pesadilla.

— Aquí tiene su comida, majestad. — un guardia con la armadura negra me hace una irónica reverencia, escupe en el trozo de pan y me lo tira cerca de los barrotes. — Que disfrute de su cena. — suelta una carcajada y sale por la pesada puerta de madera, cerrándola de nuevo.

Cojo el pan e intento limpiarlo un poco con la manga de mis harapos, pero más que limpiar, ensucio. Lo parto en dos por la mitad y saco mi mano por los barrotes.

— Gracias, señor — me agradece la anciana voz de mi compañero mientras coge el trozo de pan. — ¿Puede seguir contándome su historia?

—¿Por qué le interesa tanto? — le pregunto extrañado.

— No me interesa, es solo para distraerme. — me contesta con un trozo de pan en su boca.

Confío en él porque sé que es de Onirit, lo vi en sus ojos. Pero también sé que esconde algo.

— Me parece extraño que Lisbeth tenga en su mazmorra a un simple pueblerino de Onirit.

— ¿Todavía desconfía de mí? — me pregunta dando otro bocado al pan.

— No desconfío de usted, solo digo que debe ser alguien importante para que Lisbeth quiera mantenerlo con vida.

— Lisbeth solo quiere hacerme sufrir más, quiere que muera de hambre, por eso nunca me dan algo para comer. Si no fuera por usted, yo ya estaría muerto. — al percatarme de que hoy tampoco me contará nada, me doy por vencido y empiezo a comerme mi trozo de pan. — Por favor, continua con tu historia. ¿Qué pasó después de que la reina cruzara el portal?

Resignado, decido continuar con mi relato para distraer al pobre viejo y aliviar un poco su agonía y para distraerme a mí también.

— Está bien, — fijé mi vista en un punto de la pared recordando aquellos días tormentosos. — Tras varios días de viaje en la nave, llegamos a Onirit. Entré rápidamente en mi antigua habitación, me cambié cogí mis armas y me preparé para buscar a Ari, pero no me dejaron salir porque había anochecido y consideraron que era demasiado peligroso.

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