Capítulo XVI: el príncipe Oruniense

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Pasaron tres largos días sin poder ver a nadie más que a su nana y a su madre, aunque esta última tan solo tuvo el valor de visitarla una sola vez, pues al parecer se sentía verdaderamente culpable por la terrible decisión de su esposo.

Durante ese pequeño período de tiempo, la princesa se ocultó en sí misma, en su dolor. Lloraba, lloraba y cuando recordaba que seguía viva, comía lo suficiente para mantener sus fuerzas. Apenas dormía y amanecía con pequeñas manchas oscuras bajo sus ojos, deseando que llegue de nuevo la noche para poder volver a reunirse con John en un sueño que jamás se cumpliría.

Esa mañana no fue distinta. Con la llegada del sol, su cansado cuerpo la obligó a abrir unos ojos que le parecían profundamente pesados. La melancolía y el desprecio ante su situación llegaron con los felices cantos de los pájaros que volaban libres tras la pequeña ventana. Se preguntó si John estaría allí, con ellos, volando, observando todo Onirit desde el cielo. Se preguntó si la echaría de menos, si se sentiría tan desdichado como ella. Recordó la amenaza de su padre y no pudo retener las lágrimas al imaginarse sus restos escondidos en las profundidades del bosque, o tal vez navegando torrente abajo, enrojeciendo las aguas con el flujo de su sangre.

Y como cada día desde que empezó su encierro, se aferró a las suaves sábanas, que la protegían de la realidad, decidida a no levantarse de la cama ni siquiera para cambiar su camisón por unas ropas más adecuadas. Lo que no esperaba era la enérgica entrada de su nana, que causó un revuelo digno de un vendaval sobre toda la habitación.

Sin tener tiempo ni de rechistar, Ari se vio sacada de su confortable lecho para ser obligada a sentarse en el pequeño taburete situado enfrente de su tocador. Casi al instante, aparecieron tres sirvientas que empezaron a pasar trapos húmedos por todo su cuerpo, refrescándola e impregnando su piel con su perfume preferido. Mientras olía el delicioso aroma a coco, oyó cómo su nana le daba instrucciones, sin percatarse de que estaba hablando sola, pues Ari seguía sumida en sus pensamientos.

Cual muñeca inanimada, la princesa se dejó hacer. Sin mover ni un solo músculo, sin articular ni una sola palabra, vio cómo su reflejo cambiaba de una pequeña y enfermiza figura casi fantasmagórica a una bella dama, con un distinguido peinado y un vestido nuevo, color rojo sangre, que resaltaba su hermosa piel pálida y su ojo azul. Tan sólo el brillo apagado de su mirada y el escalofriante rostro serio delataban su triste estado de ánimo.

Ari pareció reaccionar por primera vez al cruzar las puertas que tanto había ansiado dejar atrás, acompañada por la tía de John y las tres sirvientas que caminaban con paso ligero justo detrás de ellas.

— ¿Por qué salimos, nana? ¿Ha pasado algo malo? — preguntó terriblemente confundida.

— Niña, ¿A caso no me escuchas cuando hablo? — la regañó su nana, parando en seco en medio del enorme pasillo. — Vuestro prometido ha venido a conoceros.

Al instante de oír la palabra 'prometido' un gran escalofrío recorrió cada parte de su cuerpo instaurando ligeros temblores que sacudían sus huesudas extremidades, haciendo mecer las pesadas ropas de su falda. Al percatarse de ello, la regordeta mujer abrió sus fuertes brazos y la envolvió en un abrazo cálido lleno de amarga ternura.

— Princesa, se cuánto os duele a ambos lo acontecido. — empezó a hablar, intentando consolarla. — Sé que esperabais llevar vuestra relación a buen puerto, pero admitámoslo, desde la primera vez que os hice de celestina supe que vuestra pequeña aventura no sería nada más que eso, una pequeña aventura. Por Morfeo chiquilla, ¡si vos sois una princesa y él un pobre huérfano encargado de limpiar los establos!

— ¿Cómo puedes decirme esto ahora, nana? ¿Has estado durante todo este tiempo de parte de ellos? — sollozó Ari, sin poder retener más sus lágrimas.

— ¡Por supuesto que no mi niña! Estoy de parte de vuestra vida y hoy por hoy, tanto el bienestar de mi sobrino como el vuestro propio dependen de ese casamiento. — contestó su nana, estrechándola más contra sí. — Sabe Morfeo que rezo cada noche para que logre cambiar vuestro destino, para poder veros de la mano de mi querido John, como siempre debía haber sido. — susurró más para sí misma que para la princesa. — Pero en este preciso instante lo mejor es intentar sonreír, aceptar los presentes que le haga su futuro marido y sonrojarse con sus halagos. Debe hacerse la idea de que él va a ser su compañero de vida, princesa, solo así mantendrá a salvo a su querido Pajarito. — continuó entre susurros, utilizando el apodo secreto, al ver la mirada de las tres jóvenes sirvientas puestas en ellas. — Y quién sabe, tal vez dentro de unos años la vida junto a ese príncipe Oruniense no se presente tan aborrecible como usted imagina. Intente sacarse a mi sobrino de su corazón, princesa y reemplace ese vacío con el amor de su esposo, ese es mi consejo.

— Cuán fácil es pronunciar esas palabras y cuán difícil llevarlas a cabo. — logró decir entre hipidos la desdichada joven. — Nana, no me puede pedir tal cosa, usted más que nadie sabe la magnitud de mis sentimientos hacia el joven Pajarito, por favor, pare esta locura, lléveme lejos, o ayúdeme a morir si no hay alternativa. Prefiero mil veces la muerte a dejar que ese malnacido se aproveche de mi inocencia.

— ¿Pero usted se está oyendo chiquilla? — exclamó enderezándose y liberando a la llorosa joven de su abrazo. — ¡Venga, basta de cháchara! — apremió mientras limpiaba y retocaba los desperfectos que las gotas saladas habían creado en el rostro de la princesa. — Su prometido y su padre la están esperando.

Incapaz de protestar, Ari fue arrastrada hacia el gran portón que conducía a la terraza de los jardines traseros del palacio, uno de los lugares más hermosos de todo el reino. Contaba con un pequeño sendero, formado por piedras de mármol pulido, que permitía pasear entre las rosaledas, el pinedo y la hierba que crecía junto con los dientes de león. Gracias a él se podía dar un tranquilo paseo por todo el jardín sin tener que preocuparse por el fango o cualquier tipo de dificultad. Había también cuatro fuentes, esparcidas por todo el terreno, cada una de ellas decoradas con motivos diferentes. Si uno se concentraba bien y ponía atención en los detalles, podía atisbar hasta siete enanos de jardín, que se mantenían ocultos tras algunos arbustos, enredaderas, rocas, e incluso tras las fuentes. En la parte más alejada se atisbaba un pequeño lago, dónde reina e hija solían refrescarse en los días de verano.

— ¡Aquí está la dama más encantadora de todo Onirit! — exclamó su padre con una majestuosa sonrisa al verlas llegar.

Su hija lo examinó confundida y luego se percató de dos figuras que aguardaban justo detrás de él. Fijó su vista en unos ojos ámbar que refulgían como el sol y la observaban con cierto aire de superioridad y desagrado. Instintivamente dio un paso atrás y empezó a preparar un hechizo defensor mentalmente, aunque unos instantes después reparó en su error. No era más que bruma. La imponente Lisbeth Maleficent, reina de Oronum se encontraba justo frente a ella, sentada en su grandioso trono negro, cubierto de espinas.

— No temáis, queridísima princesa, aunque quisiera, no podría haceros daño, solo soy un reflejo de mi misma. — explicó con una malévola y burlona sonrisa.

— Lo sé y no le tengo miedo. — dijo acercándose más hacia ella. — Se lo advierto, no pienso dejar que atormente a mi reino. — la desafió intentando sonar autoritaria. La reina emitió una carcajada.

— Tranquila gatita, guardad vuestras garras. Mientras cumpláis vuestra parte del trato, nadie tiene porqué sufrir.

— Suficiente, reina Lisbeth, creo que será mejor que dejemos a los chicos a solas, al fin y al cabo, son ellos los que se van a casar.

— Como desee, su majestad. — contestó mientras dirigía una mirada de advertencia hacia el joven que se había mantenido al margen en todo momento.

El rey emitió la misma mirada dirigida hacia su hija y desapareció tras las puertas mientras que la bruma rojiza que transmitía la imagen de la reina se esfumó, mezclándose con el aire.

El misterioso joven de cabello y ojos claros se acercó hacia la princesa, le tomó la mano muy gentilmente y haciendo una pequeña reverencia, dijo:

— Joss Wolfred, príncipe de Oronum. A su servicio, hermosa princesa.


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