(35) Factor

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Recordaba la sensación de caída de pesadilla. El sueño en que caes repentinamente, sin recordar cómo ni por qué, y la caída te despierta, te sacude. Caes dentro de tu propio cuerpo y te asombras de que la cama, el sofá, el asiento de tren sobre el que has caído no te haya destrozado ni se haya roto por el impacto. Y en unos momentos comprendes que en realidad no era real.

Pero cuando abrí los ojos, no desperté. No fui yo quien despertó. Era yo, pero no lo era, y vi mis propias manos moverse tentativas ante mis ojos, reconociéndose. Y un rugido breve en mí, un intento de risa torpe que usaba mi garganta por primera vez.

Oí que hablaban con alguien llamada la Hojalatera; deduje que sería la mujer que me había atacado. Me puse en pie. Quería hacerlo, pero mi cuerpo no se incorporó como yo deseaba, sino que se levantó del suelo con voluntad propia y se escurrió hacia la salida silencioso como una sombra. Me vi palpando la puerta, empujando a ciegas sin atinar a abrirla. Cada vez los movimientos eran más ansiosos, más agitados. Menos prudentes. El metal empezó a ceder y abollarse bajo la presión de mi fuerza. Cuando al fin encontré la palanca de apertura, mis dedos se clavaron en ella.

Oí el chasquido de mis dedos, castigados por su propia fuerza. La sensación de dolor me llegó como algo lejano. Como un recuerdo o más bien una idea.

Hubiera tragado saliva, pero mi boca no respondió. No era mía. Mi cuerpo entero lo gobernaba el Djinn, y yo me encontraba relegada al asiento de copiloto. Mis ojos veían y mis oídos oían, pero me había arrebatado todo control. Lo que fuera que fuera yo en ese momento -una mente, un alma, qué sé yo- sintió un escalofrío. Quería gritar. O llorar. Pero no podía hacer ninguna de las dos cosas. No tenía voz propia, ni mis sentimientos podían llegar más allá de mi consciencia. El Djinn no derramaría lágrimas en mi lugar.

Echó, o echamos, a correr tan pronto como llegó a la calle. Estábamos en mitad de la noche, pero no le hubiera importado. Le oí reír con mi risa. Se me encogió el corazón al escucharlo. Exultante, chillaba, corría y saltaba, con todas sus fuerzas. Galopó sobre los coches aparcados, reventando parabrisas y carrocerías y dejando un reguero de alarmas aullando a su paso.

Pronto no le bastó. Empezó a moverse más y más rápido. Mucho más de lo que mi fuerza permitía; sin ningún escrúpulo, Djinn empleaba la velocidad de Sahar y corría como un cometa furioso.

Cuando saltó, su impulso le llevó por encima de las farolas, agitando brazos y pies en el aire como un maníaco, riendo sin parar. Nada parecía importarle, nada más que la carne que por fin tenía y la fuerza que podía desatar. Miró hacia abajo, vi claramente a qué altura estábamos. Tragué saliva. Es un decir; no podía hacerlo. Pero de haber podido lo habría hecho. El Djinn iba a descubrir por las malas algo que yo había intuido a lo largo de estas semanas y de mi entrenamiento.

Cuando caímos, aterrizamos con un crujido repugnante. Sin verla, podía sentir la expresión de la cara del Djinn, sus ojos desencajados y la boca abierta de asombro y, sobre todo, de dolor.

Una de mis piernas se retorcía en un ángulo imposible. Trató de apoyarla y el relámpago de dolor llegó hasta mí. Rota, estaba claro. Por uno o dos sitios, por lo menos.

Ser fuerte no significaba poder utilizar toda mi fuerza libremente. Especialmente no la fuerza sobrenatural que el Djinn me entregaba. Sin mi cuidado, él había usado mi cuerpo con más poder que yo y ahora pagaba las consecuencias. Con un poco de suerte, los Lock & Load ya estarían buscándome. No habíamos logrado alejarnos demasiado, quizá unos tres o cuatrocientos metros. Por lo menos podrían reducir al Djinn. Quizá incluso pudieran invertir lo que había hecho la Hojalatera y devolverme el control, pero no quería hacerme ilusiones al respecto. Lo primordial era que este monstruo no estuviera libre.

Alianza de Acero: una novela de Dark'n'SoulDonde viven las historias. Descúbrelo ahora