(38) Juramento de sangre

26 3 2
                                    

Como una sonámbula, desperté en pie, recobrando el equilibrio antes de que mis rodillas, mi pérdida de control y la gravedad pudieran confabularse para tirarme al suelo.

Digo despertar, a falta de otra palabra. No se parecía en absoluto al fundido a imagen -el fundido en negro invertido- de recobrar la conciencia en la mañana. No fue progresivo ni natural. Estaba más cerca del momento en el que te incorporas aullando al salir de una pesadilla y te encuentras en tu cuarto y tratas de convencerte de que el horror del sueño ha quedado atrás y ya no puede tocarte.

Y entonces descubres que no has despertado realmente, solo soñaste que lo hacías, y la pesadilla continúa y te atrapa con la guardia baja. Y si tienes suerte, entonces despiertas.

Yo no. Yo me encontré en una zanja, una cuneta de carretera camino a ninguna parte. El cielo amenazaba con amanecer en breve, y el alba incipiente me mostró las manchas que salpicaban mis botas, mi pantalón, mi camiseta, mis manos y antebrazos. No podía verme la cara, pero me la notaba acartonada, la misma sensación que en la piel de los brazos. El granate pardo y mate de la sangre seca me cubría entera.

¿Cuánto rato debí estar allí, intentando hacerme a la idea o calcular cuantas personas habían muerto a manos del Djinn esa noche y tragándome un tsunami de lágrimas porque si las dejaba salir no pararían? Me parecieron apenas minutos, pero el sol asomaba por entero en el horizonte para cuando el agotamiento me pudo. Me senté en la cuneta con las piernas doloridas. Tenía docenas de rasguños, invisibles bajo la sangre coagulada -mayormente ajena, pero mía también, seguro- pero decididos a hacerse notar escociendo y protestando a cada movimiento.

Quería saber. Con ese impulso masoquista que trata de descomponer la angustia analizando cada detalle, quería hacerme a la idea de cuantos muertos tenía a mis espaldas. Y mi única fuente de referencia era mi fuerza.

Destrozada por la larga carrera, seguía sintiéndome poderosa. No sabía cuanto. Quizá el doble que antes. No, no tanto... una vez y media. No lo sabía. Era una sensación extraña, percibir la fuerza que era capaz de llamar. Era más claro ahora que había aumentado.

¿Doce muertes? ¿Quince?

Estaba hambrienta. Me enfermaba poder tener hambre en esas circunstancias. Pero era cierto. Sería egoísta, pero mi estómago protestaba y mis ojos estaban irritados tras la larga noche sin dormir, y ellos no tenían culpa de nada.

¿Diecisiete? ¿Veinte?

Podría dejarme morir de hambre, se me ocurrió. O despeñarme por un precipicio. Uno alto, porque aunque el Djinn no me hacía invulnerable, sí era algo más dura, y no querría sobrevivir a una caída de ese tipo. O podría poner el cuello sobre la vía justo cuando pasara el tren.

Suicidio. Sonaba... bien. No volvería a haber riesgo de que el Djinn hiciera daño a nadie. Si lo hubiera hecho antes, si Aly o Lorca o Lapis hubieran tenido el buen sentido de animarme a pegarme un tiro en la sien, nadie habría tenido que morir. Lo que hiciera el Djinn no era culpa mía. Pero dejar que siguiera existiendo para hacerlo sí lo era. Hubiera podido detenerle. Hace mucho. Dando muy poco a cambio; mi propia vida, nada más. No sería una gran pérdida.

–Si no lo dices por decir –sonó la voz cantarina de Aralar, más aguda y con menos eco esta vez–, podría arreglarse.

Me había olvidado de él, con el shock de volver y de afrontar los asesinatos del Djinn. Pero estaba allí, flotando a un par de metros de altura antes de descender hasta mí como una gran y malévola pompa de jabón. Sin embargo, no tocó el suelo con los pies. Permaneció suspendido en el aire, los brazos cruzados, los labios fruncidos en un vago remedo de mi propio gesto extenuado.

Alianza de Acero: una novela de Dark'n'SoulDonde viven las historias. Descúbrelo ahora