Prologo.

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Impulsado con un respingo y sobresalto se obligó a levantar de la cama, respiraba de manera entrecortada y unas gotas de sudor le resbalaban por la frente

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Impulsado con un respingo y sobresalto se obligó a levantar de la cama, respiraba de manera entrecortada y unas gotas de sudor le resbalaban por la frente. Se dejó caer de espaldas al colchón otra vez mirando entre las penumbras de su habitación un claro de luz que se asomaba en el techo, proveniente de la calle, colándose solo por una pequeña abertura entre las cortinas.

Otra vez el mismo sueño, ese maldito sueño que no lo había dejado dormir bien desde hacía diecisiete años. Desde aquella endemoniada noche que le taladraba las sienes recordar. Los años seguían transcurriendo, pero esa imagen permanecía viva en su memoria, como un sello que jamás se borra.

El insomnio lo atrapó por enésima ocasión. Regularmente, una vez que despertaba de ese modo tan abrupto debido a esas horrorosas pesadillas, le era imposible conciliar de nuevo el sueño. Así que mejor se irguió de la cama y tomo rumbo a la cocina a sorber un vaso con agua. El redondo reloj de pared colgado sobre la mesa, marcaba las 3:00 am.

Volvió a introducir la jarra de cristal en la heladera y regresó a su dormitorio para cambiarse de ropa. Optó por utilizar su atuendo deportivo, salir a correr embargándose un poco de aire fresco no le caería nada mal para el abrasador calor de principios de abril que le esperaría horas más adelante.

Mientras iba caminando por el corredor con destino hacia las escaleras, noto que la puerta de la habitación contigua estaba entreabierta. Una invasora curiosidad lo llevó a empujar con suavidad el acceso de madera sin adentrarse más que un pie delante del umbral. Fue suficiente para contemplar sus despeinados cabellos oscuros bañando la blanca almohada que los acogía, se veía tan hermosa con ese rostro angelical, su nariz respingada y boca de corazón.

Pero con la misma intensidad que apreciaba esa belleza de ojos rasgados color ámbar, también la aborrecía. Era ella quien debía sufrir, no se merecía el cariño de nadie. Así fue como empuñando las manos y apretando la mandíbula dio un paso atrás y salió aprisa de aquella casa a la que algún día llamó hogar y que ahora solo formaba parte de su infierno personal.

La oscuridad aun embargaba el ambiente, pero eso no fue inconveniente para que con destreza corriera alrededor de sus hectáreas repletas de cacao. La producción iba viento en popa, la mejor época del año para las siembras. Dentro de poco aumentaría la producción chocolatera, pudiendo exportar a otros países y generar mayores ingresos. Al menos algo estaba bien en su vida, no se podía quejar, los negocios eran lo suyo. La herencia que su padre le dejo, no solo material sino también de temblé osado; le había permitido desde muy joven inmiscuirse en asuntos donde solo los más experimentados podían sobresalir.

Dejo de trotar y dio la vuelta para regresar a casa. Una vez a unos cuantos pasos de llegar a las fortificadas columnas de concreto que se alzaban como dos pilares a los costados de la entrada, elevó la vista descubriendo que había una luz encendida en uno de los dormitorios. Era el de ella.

Estaba haciendo un esfuerzo titánico porque sus emociones no se salieran de contexto, mucho más cada vez que la veía tan indefensa y se sentía con la necesidad de protegerla en lugar de hacerle daño. Sin embargo esos ojos le provocaban reacciones adversas, se parecían mucho a aquello que recordaba, a eso que siempre le quitaría el sueño. Y estaba seguro que dejaría de ser así, cuando por fin la destruyera.

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Dulzura Destruida ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora