9. Empezar

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  • Dedicado a Lidia Iglesias Conejero
                                    

Vacilo al moverme. Tiemblo ligeramente cuando abro los ojos, titubeante. Mis pestañas emborronan mi visión, aún entra luz por la ventana. Antes de recuperar la capacidad de oír los sonidos pertenecientes a la habitación donde me encuentro, siento un desagradable escozor en mi muñeca izquierda, seguido de la sensación de mi mano derecha agarrotada: alguien la tiene agarrada. En mi antebrazo, está clavada una aguja con esparadrapo; sigo el tubo al que está conectada hasta que me encuentro un gotero de suero colgando de un gancho de metal.

Aquí todo es blanco, las paredes, las sábanas, el suelo, la cama, el techo... Cierro los ojos para apagar el reflejo blanquecino de la estancia; teniendo la desagradable sensación de que todo lo que me rodea me resulta familiar. 

Vuelvo a estar en un hospital.

Por un momento, pienso que el motivo por el que me encuentro aquí es por mi coma y todo lo sucedido anteriormente sólo ha sido un horrible sueño. Pero el punzante dolor mi muñeca me recuerda que todo lo que creía soñado lo había vivido realmente hace apenas unas cuantas horas. Y, sin previo aviso, me atenaza un terror inexplicable al recordar los cristales, los cortes, la sangre, la oscuridad... Me cuesta asimilar que intenté suicidarme y que ahora mismo podría estar muerta.

Intento mover mi mano atrapada entre los dedos de mi madre. Está apoyada en el borde de la cama, con la mirada perdida, tiene ligeros temblores en el labio inferior, parece mucho más envejecida, como si le hubiesen arrebatado diez años de golpe. Y gracias a su olor he podido reconocerla, porque ese rostro fantasmal no es el de mi madre. Está peor, mucho peor que incluso después de mi coma; se ha convertido en una autómata sin función alguna, completamente rota; por dentro y por fuera.

Tengo hambre y mis labios están secos, agrietados, áridos como el desierto sediento de una lluvia que pueda aplacar su calor. Un sudor frío recorre mi cuello. Temo cómo pueda reaccionar mi madre, pero ha llegado la hora de hablar. Me humedezco ligeramente los labios y pruebo a llamar su atención. Cierro mi mano en un puño, removiendo sus dedos en su interior; ella la aprieta más fuerte, sin querer soltarme y consigue hacerme daño.

—Mamá... —mi garganta arde con mil punzadas revolviéndose dentro. Pero ella no reacciona.

—Mamá —zarandeo su mano con más convicción—, mamá... ¿Me oyes?

Gira la cabeza, con lentitud infinita, me mira y, sin ni siquiera parpadear, emana una interminable cascada de lágrimas de sus ojos cansados y sin brillo. Comienza a temblar y a sollozar con más fuerza; su cara está empapada de pena. Ya no me mira como antes, no me mira con tristeza, me mira con dolor; no llora por que haya despertado como en mi coma, llora porque el cristal con el que me corté, no sólo se clavó en mi muñeca, sino también en su corazón. La he fallado, y esta vez no estoy aquí por un accidente; esta vez estoy aquí porque yo misma he querido matarme.

—¿Por qué? –consigue salir un hilo de voz de su boca— ¿Por qué, Alba? ¿Qué más quieres de mí? ¿Quieres acabar conmigo? ¿Qué he hecho mal? Dios mío... ¿Qué he hecho mal...? —acaba diciéndose a sí misma.

Las lágrimas ahogan sus últimas palabras, entierra el rostro en sus manos y se abandona al llanto. Mi mano queda libre, me duele y aún me cuesta moverla. Suspiro y cierro los ojos; inevitablemente me inunda el sentimiento de culpabilidad, jamás pensé en la gravedad del daño que podía llegar a causarle a mi madre. Se humedecen mis ojos, parpadeo antes de echarme a llorar.

—Lo... Lo siento... Mamá... —susurro avergonzada, evito mirarla a los ojos— Lo siento mucho...

Mi madre sorbe por la nariz y se incorpora. Tampoco me mira, tiene los párpados rojos y escocidos de tanto llorar. Se aleja de la cama en dirección a la ventana, se abraza a sí misma y tiembla. Mira a través del cristal y seca sus mejillas con la palma de la mano.

DespertarDonde viven las historias. Descúbrelo ahora