Cucú

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Conduces tu coche por esa carretera solitaria de vuelta a casa después de un duro día de trabajo. Esperas poder llegar antes de que caiga la noche, pero hoy te has entretenido con un amigo y se te ha hecho más tarde que de costumbre. Aprovechas la falta de otros conductores para pisar el acelerador mientras miras de reojo tu reloj: son las 21:13. Alzas de nuevo la vista por encima del salpicadero y observas el horizonte. Suspiras, sabes que no vas a llegar a tiempo. Tienes una vida ajetreada, marcada por el tiempo, cualquier desperdicio de este supone un problema para tu día a día. El hecho de que trabajes tan lejos de tu hogar es la base de este estrés, que cada vez te come más por dentro; pero sabes que no puedes aspirar a más, con tu baja situación económica no puedes mudarte a la ciudad, solo puedes ahorrar poco a poco hasta tener lo suficiente como para dejar ese pueblo atrás, que solamente te complica más la vida.

«Si sigo conduciendo hasta casa no voy a tener tiempo para dormir las suficientes horas antes de tener que regresar», piensas.

En aquel lugar no hay prácticamente nada, así que realizas la mayor parte de tu vida en la ciudad. Compras, comes y trabajas allí. Por lo que ahora mismo barajas la posibilidad de buscar algún motel o albergue donde quedarte esta noche hasta las seis de la mañana, que es cuando debes levantarte.

Observas de nuevo el reloj, que ahora marca las 21:48. «En esta vida no te puedes fiar de nadie, ni siquiera de tu reloj, siempre marca algo distinto», vuelves a pensar.

Ya ha caído la noche en esa lúgubre carretera, que va dejando de lado el liso asfalto para entrar en las grietas, los baches y el barro. «Voy a matarme, lo veo». Ahora ya no es el tiempo, sino el peligro de conducir a estas horas por esa carretera. Han ocurrido tantos accidentes que ya has perdido la cuenta.

El coche pega un bote brusco a causa de un bache. Del susto decides parar y pensar en qué hacer. Mientras le das vueltas a la cabeza divisas a lo lejos unas luces que, con toda probabilidad, serán de alguna casa. Es muy común en estos lugares que las casas no estén juntas, sino dispersas. Aquí empieza la vida rural y cada uno tiene sus propios medios para subsistir, y si no tienen los suficientes mejor será que tengan un coche, como te pasa a ti.

Decides dejar de lado la carretera y probar suerte en aquella casa. Normalmente la gente de aquí es amable y difícil será que te nieguen techo y cama por una noche. Enciendes el motor de nuevo, giras el volante y te metes por un pequeño caminito que lleva hasta aquella parcela. Según te acercas puedes observar un huerto bastante grande y un establo donde con toda seguridad habrá vacas, gallinas, conejos, un caballo y un tractor. También utensilios como un rastrillo, regadera, guadaña, pala y demás. «Como si lo viera», piensas.

Cuando llegas aparcas delante de la puerta. Observas a tu alrededor y te percatas de la falta de un coche. «Seguramente aquí viva una pareja de ancianos que no necesitan desplazarse a la ciudad para comprar comestibles», razonas, como si de Sherlock Holmes te trataras.

Abres la puerta del coche y sales. Te diriges a la puerta mientras intentas observar algo por la ventana, pero tienen las cortinas puestas. No obstante, diferencias una silueta bajita y algo encorvada. Picas y oyes unos pasos que se acercan lentamente hasta pararse enfrente de la puerta. Un leve sonido de llaves y esta se abre. Hay un anciano de marcadas arrugas y ojos de expresión triste, pero con una mueca de sonrisa en la cara que inspira confianza y ternura. Tiene el pelo blanco, o al menos el poco pelo que le queda, y viste ropa típica de un granjero.

—Buenas noches, señor —dices—. Se me ha hecho tarde viniendo del trabajo y todavía me queda un largo camino hacia mi casa, y me preguntaba si no tendría inconveniente en que pasara la noche en su casa, ya que está demasiado oscuro como para conducir y la calidad de la carretera es pésima. Me iría temprano, así que no molestaré durante muchas horas.

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