MI PASADO

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El rojo fuego del atardecer me indicó que el sol se estaba poniendo. Hurgué en los bolsillos de mis bermudas y agarré la destrozada cantimplora, que llevaba usando desde que mi padre me la regaló. La puse en alto y abrí la boca, deshidratada y seca. Pero lo único que pude beber fueron los diminutos granos de arena, que seguidamente escupí. Agarré a Tormenta por la crin y acaricié su lomo, de color negro brillante. Ella resopló y sacudió la cabeza.

-Ya llegamos, pequeña -susurré, acercando la cara a su enorme cabeza -. Falta poco...

Oteé en el horizonte en busca de una señal, un espejismo, una gota de agua en este enorme manto de arena en el que cabalgamos. Habitar en el desierto no es lo que se dice una vida fácil. Antes vivía en una tribu, con mis padres. Mi padre tenía los ojos de un color azul intenso, y le tomaban por un hechicero. Por desgracia, yo heredé esa cualidad, así que no fui un niño muy respetado.

Un día, cuando cumplí los dos años de edad, mi madre se marchó para siempre, dejando a mi padre solo y con un bebé que cuidar. Él vivió deprimido durante un tiempo. Y un par de años después me vendió por quince peniques, la mínima cantidad de dinero que puede valer una persona. La familia con la que me tocó habitar tenía una choza en la vasta ciudad de Paktia. Un año después de mi llegada tuvieron un hijo, que se convirtió en una persona arrogante y orgullosa. Y cuando alcanzó la edad para poder trabajar y yo ya no les podía servir para nada, me echaron.

Y desde ese día vagaba por todos los rincones, en busca de un lugar donde poder refugiarme, comer e hidratarme. Pero todavía seguía deambulando.

-Tormenta, será mejor que demos la vuelta antes de que anochezca.

Cambié de dirección y volví al oasis donde estuve hace seis días. No estaba muy lejos, a unos doscientos metros de distancia, incluso lo podía ver desde donde me encontraba. La yegua aceleró el paso al olfatear el agua. El aire me calentaba las mejillas, rojas e irritadas. Solté una mano de las riendas y me acaricié la cara suavemente. Suspiré y observé las palmeras ya de cerca, con hojas verdes y sanas. Me bajé del lomo de Tormenta y sentí cómo mis pies medio desnudos rozaban las malas hierbas que había entre las dunas.

-Pasta un poco por aquí, pequeña. Aprovecha antes de que tengamos que buscar otro lugar.

Resopló de nuevo y, pareciendo haberme escuchado, ronchó los brotes de hierbajos de un intenso color verde oscuro. En cuanto a mí, busqué la laguna entre los juncos para poder tumbarme en las aguas cristalinas. Cogí una bocanada de aire y me sumergí, sintiendo una grata sensación de alivio. Comencé a frotarme el cuerpo para quitarme la mugre, roña y suciedad, haciendo que el agua transparente que había visto antes se transformara en un charco de barro viscoso, marrón y lleno de arena. Por suerte, había otro pequeño lago a tres metros, y me tragué el líquido fresco y limpio a borbotones. Me puse en pie, alcancé un par de dátiles de una palmera baja y los mordisqueé con mucho apetito.


GINGHARIAN. MICRORRELATODonde viven las historias. Descúbrelo ahora