Capítulo 4 - Chiara Vasirani

118 12 2
                                    

Año 1921.

El sol ya no brillaba para el día de su cumpleaños. No desde que su madre ya no se encontraba con ella. Aquel día, había pasado de ser su favorito a un día que intentaba no recordar. Era otro acontecimiento en el que se daba cuenta de las ausencias.

Ya no eran tan numerosos como en Italia. Ahora eran solo un puñado de personas que podían contarse con una mano. La familia estaba lejos y los amigos eran algo a lo que no estaba acostumbrada. Pero a pesar de eso, la mayoría tenía un halo optimista sobre su situación. Su padre afirmaba que era hasta acostumbrarse. Su hermana mayor pretendía estar bien con vivir en un país que no les pertenecía. Y la niñera quería imponerles con nula dulzura que no tenían otra opción.

El cielo era gris, con grandes nubarrones oscuros. Los claros y oscuros de las nubes jugaban dando un aspecto apocalíptico. El viento aullaba contra la mansión, creando un ambiente lúgubre. Caminando por la mansión a paso lento, estos resonaban contra la madera pulida y brillante, las paredes estaban adornadas con luces ostentosas y pinturas que según todos, eran impresionantes. A ella el único retrato que le gustaba, era el que colgaba sobre la sala de cuando su madre vivía.

Ella era un ser amable y bueno. Un ser que iluminaba su vida cada día. Pero era tan brillante como enferma, y ella terminó yéndose de ese mundo demasiado pronto, aunque vivió el tiempo suficiente para poder disfrutar de algunos placeres.

Se detuvo en la solitaria sala para contemplar una vez más el retrato, encogiéndose sobre mi misma en medio de un suspiro. Su madre era tan bonita, con el pelo claro, los rasgos delicados y sus ojos cristalinos. Siempre había querido ser la mitad de hermosa que ella, pero no había heredado nada mientras que su hermana sí.

Diana, no solo poseía la belleza, armonía y elegancia de su madre, sino también su delicada condición. Una condición que por el momento no la detenía, pero que a veces solía afectarla.

— Chiara, ¿Qué haces aquí que no estás dándote un baño? —preguntó la niñera Mirna, apareciendo repentinamente a su lado. Chiara se movió sobresaltada, observándola horrorizada hasta que su corazón se tranquilizó.

— ¿No puedo bañarme más tarde? Quiero tocar el piano —se quejó en tono infantil, señalando la sala lateral donde descansaba su objeto preferido de la casa. Mirna se cruzó de brazos con el ceño fruncido, y Chiara hizo un mohín.

— Es tu cumpleaños, debes prepararte antes de que lleguen los invitados. Además, a partir de hoy habrá más personas en la mansión, tienes que aprender a comportarte —me dijo en tono de mando.

¿Por qué debía tener una fiesta de cumpleaños? ¿Por qué tenía qué hacer lo que los demás decían? ¿Por qué iban a venir más personas a esta casa? Mirna y ella se midieron por unos minutos. Su mirada era filosa y glacial, mientras que Chiara intentaba ser dura y sería pero estaba segura que solo se veía como un perrito juguetón.

— ¡No sé qué tiene de especial cumplir 13 años! —gritó rompiendo con el silencio, girándose bruscamente para cumplir con el pedido de Mirna. Había veces, que simplemente no podía luchar contra los demás.

Cuando la noche cayó sobre la ciudad y las luces brillaban con más vida, la música vibraba en cada lugar. La alegría que emanaba las personas resultaba un tanto pegadiza, entre el alcohol y el humo. Pronto el motivo del encuentro se fugó tras los aplausos y la comida, y con cada minuto que transcurría se notaba que no quedaba nada más para los menores allí.

— Chiara —escuchó su nombre, tan despacio que podría haber pasado desapercibido. Ella se giró hacia todos lados hasta que encontró a su hermana, empequeñecida tras el marco de una puerta.

— ¿Qué sucede? —preguntó, acercándose a ella. A pesar de la palidez del rostro de Diana, que se incrementaba por su pelo, ella se veía muy saludable ese día. Había cierto temor tras su mirada, o quizás era intriga.

— ¿Acabo de agarrar la botella de licor que querías probar? ¿Quieres? —preguntó, con una sonrisa inquieta que iluminó su rostro. Chiara sonrió irremediablemente, y tomó su mano para escabullirse hasta donde nadie pudiese verlas.

El lujo y la ostentación de la época a veces resultaba asqueante. Los vestidos caros y elegantes de diferentes colores, las joyas, los bailes y peinados. Nada de eso le resultaba interesante aunque a su hermana sí. Ella se veía como una réplica de 14 años de todas las mujeres que estaban en la sala.

Un vestido verde esmeralda contrastaba con su piel, su cabello ondulado recogido con prendedores la hacía ver mayor, los collares y el maquillaje le daban una vida que a Chiara le gustaba contemplar.

La serenidad y resguardo que caracterizaba a Diana, desaparecía cuando se encontraban a solas. Ella era luz y vida, una fuente poderosa que era difícil descubrir. Su risa, tras un par de copas, resonaba en el ambiente haciendo añicos la solemnidad. Bailaba al compás de la música inquietamente, mientras que ella la observaba sentada en uno de los reconfortantes sillones, aplaudiendo y riendo de sus ocurrencias.

No había nadie de su edad en la mansión, y no tenían amigos. Eran hermanas y mejores amigas, no podían estar sin la otra. Según la mayoría de las personas, eran como el día y la noche. La luz y la oscuridad. El bien y el mal, que de algún modo se mantenían siempre juntos.

Solo eran las diferentes caras de una misma moneda.

— Crees que si le bailas así a ese chico que viste, ¿podrás conquistarlo? —preguntó Chiara conteniendo la risa. Ella negó rápidamente, haciendo pasos más rápidos.

— Tengo suerte si acaso me entero de su nombre —murmuró risueña.

De pronto, un sonido que sobresalió las puso alerta. Las risas y conversaciones desaparecieron, y se miraron en la penumbra de una habitación alejada de toda la fiesta, prácticamente a escondidas del personal. Diana hizo señas para que guardara silencio mientras se movía hacia la pared, obligándola a seguirla. Sostuvo su mano con fuerza cuando estuvo a su lado, y permaneció tras sus pasos.

La voz de una mujer recorrió el pasillo. Una voz de la que aún no estaban acostumbrados porque acababan de conocerla. Aquella voz no era otra que la voz de su futura institutriz, quien llegaba a enseñarles, y según su padre, sería una figura materna.

Materna un cuerno, dijo internamente Chiara, a pesar de las ganas que tenía de gritarlo.

Su voz se volvió más fuerte y clara. Diana sostuvo su mano con más fuerza, mientras se mantenían encogidas tras un mueble, hasta que la voz se alejó y sintieron alivio.

— Es hora de ir a dormir —murmuró Diana, quien siempre era la primera en poner disciplinas entre ambas. Chiara intentó quejarse, pero el cansancio comenzaba a molestar.

Ordenaron rápidamente y se escabulleron cuidadosamente por el pasillo, hasta que una sombra las alcanzó, y supieron que estarían en grandes problemas.

— ¿Ustedes son Diana y Chiara? —preguntaron tras sus espaldas, una voz que no era de la institutriz. Diana y Chiara se miraron de soslayo, y voltearon con lentitud, reconociendo a un chico de su edad. Aspecto pulcro, rasgos aún aniñados, cabello rebelde y ojos oscuros.

Él las miró por un eterno momento, evaluando con cuidado, a medida que una inquieta sonrisa se dibujaba en su rostro.

— ¿Y tú quién eres? —preguntó Chiara a la defensiva, ubicándose delante de Diana como escudo. Un particular brillo cruzó por su rostro. La oscuridad de sus ojos se tornó provocativa y divertida. Y la sutil sonrisa se convirtió en una mueca desafiante.

— Mi nombre es Milo Mancini—respondió. 

La Heredera |Finalizada|Donde viven las historias. Descúbrelo ahora