Capítulo 3

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Al despertarse, Loui notó dos cosas:

1) afuera estaba lloviendo.

2) el diario de Seelie estaba tirado en el suelo, y abierto.

Se levantó rápidamente y tomó el cuaderno. Algunas páginas habían sido arrancadas y las hojas que quedaron prendidas estaban arrugadas. Loui maldició en silencio y arropó el diario en sus brazos.

Cerró los ojos.

Las gotas de lluvia golpeaban levemente contra su ventana. Abajo, el ruido de murmullos y pisadas comenzó a extenderse. Casi podía escuchar a sus hermanos reírse. ¿Cómo podían?, pensó, sintiendo la vena de su ceño hervir en fiebre. ¿Cómo podían reír? ¿Cómo podían después de lo que le sucedió a Seelie...?

Abrió los ojos.

Bajó las escaleras aún con los pies descalzos. Su madre estaba en la entrada junto a sus hermanos, hablando animadamente. Eso enfureció todavía más a Loui. Quiso armar un escandalo frente a sus narices, pero sólo tomó aire y se paró en el último escalón. Loui empujó el reloj de la pared contra el suelo, haciéndolos sobresaltar, y Cristie soltó un grito ahogado. Los ojos de ellos quedaron fijos en él.

—¿Qué sucede, cariño?— le preguntó su madre, con cautela.

Loui no dijo nada, sólo los miró durante un largo tiempo desde el último escalón. Hasta que ellos apartaron la mirada avergonzados, excepto por Deni, quién simplemente lo miró indiferente. Sin remordimiento alguno.

—Necesito...— murmuró Loui, sintiendo que sus músculos temblaban—, necesito estar solo un momento.

Entonces, Loui dió un paso más, hacia abajo, y la madera crujió bajo sus pies. Cruzó por su lado, dirigiendo su mirada al frente, y salió de la casa. Pudo escuchar las voces desconcertadas de su hermana y de su madre a sus espaldas.

...

Chocó su espalda contra el asiento del auto de su padre, una y otra vez. Sus pies ya se habían ensuciado con barro y agua del cielo, pero aún así no le molestaba. Lo que verdaderamente lo tenía inquieto era ese malestar en el pecho, que presentía que no lo podría contener por mucho tiempo y que explotaría su contenido por todo el maldito lugar. Rabia. Ese era el sentimiento. Un indescriptible deseo de dañar a aquellos que no evitaron la muerte de su hermana. De dañarse a sí mismo. Gritó desde sus pulmones y golpeó sus puños a su alrededor, lanzando pedazos de vidrio por los aires. Algunos cayeron directamente en sus dedos. Gritó un poco más. Sus cuerdas vocales estaban tirando dentro de su irrefrenable garganta.

Entonces todo pasó en un borrón.

Deni lo obligó a salir del auto y junto con Cristie, mientras su madre corría histérica hacia dentro de la casa. Loui notó que sus manos ensangrentadas le traían recuerdos armónicos, de su niñez, del rojo de la pintura sobre una hoja, de alguna noche cuando su adolescencia era ingenua y salvaje...

—Loui, ¿me escuchas?— le preguntó un doctor. Una luz centelleante iluminó su ojo derecho y luego el izquierdo. La luz se apagó cuando él parpadeó. No. Era su tío Gher, con su bata de médico. Loui no podía decirles cuán injustos fueron al llamarlo, sabiendo que Gher estaría en su trabajo en este momento, pero cuando quiso hablar; su garganta emitió algo similar a un gorjeo—. Tranquilo. Tu voz ya ha tenido suficiente por hoy, déjala descansar, ¿de acuerdo?

Loui asintió. Y miró sus manos, pero el rojo había desaparecido y, en su lugar, se encontraban unos horribles vendajes blancos. Suspiró.

Loui odiaba el blanco.

—Las heridas no eran demasiado profundas, pero...— le murmuraba el tío Gher a su madre. Entonces Loui miró, realmente miró, a su alrededor. No estaba en su casa. Estaba en el hospital, en alguna habitación privada, junto a su madre, su tío y sus hermanos.

—¿Cómo te sientes, cariño?— le preguntó Cristie, acariciando su cabello como al de un niño.

—Bien— dijo, o algo como eso, en su intento de hablar. Cristie arrugó su nariz—. Es... toy... bi... en.

Como lo tenía previsto, Cristie intentó hacerle vomitar la razón de su estado, pero Loui sólo se encogia de hombros y miraba hacia la ventana. Ni siquiera él lo tenía claro, ¿cómo podría decírselo a ella?. Cuando su hermana se resignó a ninguna respuesta, se levantó de su asiento y le dió un beso en la coronilla, y salió por la puerta. Así que quedó él y su madre, quien no disimulaba su gran preocupación en absoluto. Loui se dió la vuelta y se hundió entre las sábanas.

—Loui, bebé...— comentó su madre. Luego se detuvo—, sabes que puedes confiar en mamá, ¿verdad?

Él asintió lentamente, sin mirarla a los ojos porque no estaba del todo seguro. Y porque su vista se había nublado. Se sintió mareado, pero no se lo hizo saber a su madre.

—¿Hay algo que quieras decir?— le preguntó su madre.

Él negó con la cabeza, y se volvió para mirarla. Ella estaba con los ojos rojizos, mirándolo esperanzada desde su lugar, donde parecía una niña pequeña en buscar de respuestas. Aquello partió el alma de Loui.

—No... pue... do llo... rar— susurró él—. Des... de... ese... día.

Los ojos de su madre se iluminaron. Se acercó a Loui y lo envolvió en sus brazos, llorando silenciosamente. Él sólo cerró sus ojos, intentando sentir algo de lo que ella sentía; esa tristeza, melancolía, nostalgia, dolor. Algo. Pero sólo sentía vacío. La rabia se había ido, sin embargo el vacío asfixiante seguía ahí, en todo su cuerpo, y tan fuerte que lo hacía debilitarse. Como el estado de shock que le diagnosticaron el día que Seelie había muerto. Más Loui sabía que no era aquello.

El VestigioDonde viven las historias. Descúbrelo ahora