1. PRELUDIO

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Londres 1970.

Desde niña sentí una especial fascinación por las libélulas. Su iridiscencia, su significado y dominio las resaltaba del resto de los insectos. Siempre tan fuertes, hábiles y especiales. Una lista enorme de cualidades que me invitaba a involucrarme cada vez más con esos seres tan bellos como perfectos.

Mi curiosidad era tal que, si alguien hubiese entrado en mi habitación, ese espacio con pinta de santuario saturado de colecciones sobre todo lo que tuviera que ver con las libélulas, me tacharía de loca. Dibujos, figuras diminutas, cojines, posters y hasta una lámpara que cuelga justo en el centro. Cientos de curiosidades que almacenaba con la única condición de que poseyera forma o apariencia de libélula.

Incluso mi cuerpo posee algo peculiar: Un discreto lunar con forma de libélula situado justo en mi cuello, por debajo de la oreja. Tan pequeño y apartado que suele pasar inadvertido. En ese tiempo, cada vez que miraba mi reflejo en el espejo, lo contemplaba extasiada, hambrienta de respuestas que saciaran mi curiosidad.

¿Qué relación habría entre mi obsesión y la particular forma de ese lunar?

Lo único que sabía era que me hacía sentir auténtica, casi especial y que saberlo estampado en mi cuerpo me infundía seguridad.

No hubo un momento en que no tuviera presente aquel día cuando jugaba en el jardín. No, más bien mientras perseguía eufórica una bella libélula celeste que se camuflaba con el cielo; llevaba puesto un vestido ampón y mis rulos sujetos con una diadema. Un raro ritual matutino impuesto por mi padre, quién se empeñaba en arreglarme como a una princesa. Así solía llamarme cuando éramos solo él y yo. Los mejores años de mi vida, hasta ese momento. Entonces, de manera inesperada un niño muy guapo, rubio al igual que yo, con ojos enormes y vestimenta de marinero, se acercó a mí con la firme intención de observar aquel singular detalle dibujado en mi cuello.

—¿Qué es eso? —preguntó mientras tocaba con su dedo mi cuello.

La acción provocó un cosquilleo extraño en mi interior.

—Es un lunar —respondí con las mejillas encendidas—. Mi padre dice que me hace una niña especial —agregué en un murmullo.

—¡Vaya que te hace especial! —dijo al tiempo que sus ojos verdes chispeaban de forma extraña. Gesto que me impactó de gran manera—. ¿Cómo te llamas? —quiso saber.

— Kalie —respondí y por instinto enrollé mi dedo en uno de los rulos que escurrían sobre mis hombros.

—Yo soy Sebastián —soltó de repente al tiempo que sus labios se abrían y dejaban al descubierto una dentadura reluciente.

La inocencia y seguridad con la que el niño habló me marcó en ese preciso instante. Nos volvimos inseparables. Juntos hicimos tantas locuras que perdí la cuenta. Su presencia en mi vida lo hizo todo más divertido, más bello y distintivo.

¿Alguna vez conocieron a alguien con quién se sintieran conectados a tal grado que llegaron a percibirse como uno mismo? Así fue mi amistad con Sebastián; tan auténtica y afectiva que no necesitábamos pronunciar palabras para comunicarnos. Bastaba con mirarnos para entender lo que cada uno deseaba o quería. Así fue para ambos. Lo compartíamos todo. Pasábamos juntos la mayor parte del tiempo y al paso de los años nos volvimos inseparables. Además de Sebastián, no tenía interés de relacionarme con otras personas y rara vez asistía a fiestas o reuniones.

El único secreto que guardé porque no quería estropear lo que teníamos, ese que nunca me atreví a confesar cuando nos convertimos en adolescentes, fue que me enamoré de él.

El vuelo de la libélulaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora