22.- Llegó tú fin

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La escena que nos había recibido al llegar a Cuidad Celeste nos paralizó al mismo tiempo que un dolor punzante atravesaba mi pecho como flecha ardiente y se infiltraba en mi sangre cargada de veneno.

Mi corazón quedó partido en dos.

Un silencio sepulcral invadía la ciudad y pausaba la batalla mientras todos fijaban su atención en el cuerpo sin vida de aquel mágico ser cuya vida se había extinguido por culpa de Gumba. El duende sonreía empapado en satisfacción y sobaba sus manos con la mirada perdida, ajeno a un mínimo cargo de consciencia.

—Estúpido duende, ¿cómo te has atrevido? ¡Es un miembro de la realeza!

El alarido de Kron se escuchó tras varios minutos de silencio, entonces el duende soltó una carcajada que lo hizo retorcerse sobre la roca en la cual se encontraba.
El rey del Bosque Negro observaba con gesto gélido al que creía su fiel sirviente, el mismo que se atrevía a burlarse de él delante de una multitud.

Lo había avergonzado.

—¡Has ido demasiado lejos y pagarás por tu osadía! —bufó el enorme sapo.

La amenaza flotaba en el aire y zanjó las carcajadas de Gumba.

El ser tenebroso logró esquivar el primer golpe que el sapo había lanzado haciendo uso del letal latigazo con su lengua. La cólera invadía al rey oscuro mientras preparaba un segundo ataque: su escupitajo cegador. Una arremetida tan certera que le había valido el temor de sus súbditos y enemigos. Pero nadie conocía mejor sus mañas que Gumba, quien al verlo venir chasqueó los dedos logrando detener en el aire la ponzoña que viajaba directo hacia su rostro.

El rey temblaba iracundo.

—¡Que tonto eres! —Se burló el duende—. ¿En verdad crees que puedes usar tus poderes contra mí?

Kron inflaba su pecho con la mente nublada por el coraje, dispuesto a todo con tal de vengar la afrenta. Solo que Gumba nunca perdió su concentración y reaccionó rápido y, al chaquear de nuevo sus dedos, cambió la dirección del escupitajo y fue a parar en un nuevo blanco. El sapo chillaba y saltaba de un lado a otro. Su propio ataque lo había cegado por completo. Sus sirvientes lo miraban desconcertados, deseaban intervenir, pero su temor hacia Gumba los detenía y nada pudieron hacer para ayudar a su rey. La piel del gran sapo había mutado, de un verde oscuro se había vuelto casi amarillo mientras emitía un quejido agudo que, con cada salto, se iba apagando. Los saltos no se detuvieron hasta que el rey del Bosque Negro fue alcanzando por un golpe final. De un instante a otro su cuerpo comenzó a inflarse cual globo sujeto en un tanque de helio, se inflaba descontrolado y pronto no alcanzaban a distinguirse sus toscos rasgos, no se detuvo hasta que estalló cual esfera de goma al ser alcanzada por un alfiler. La fuerza de la explosión esparció los restos del sapo a varios metros ante la vista de todos los ahí reunidos.

El episodio pasmó a los ahí reunidos como lo haría un evento traumático. Nadie entendía ni creía en lo que acababan de ver.

—Ahora saben de lo que soy capaz y han sido testigos de mi grandeza. Ríndanse ante mí y sus vidas serán perdonadas. De lo contrario, no tendré piedad y morirán.

Solo las criaturas que se habían dado cuenta de mi llegada ignoraron la orden, como si mi presencia les infundiera valor, confianza y esperanza, pero el resto, atemorizados por lo que acababan de presenciar, obedeció.

—¡Nunca pensé decir esto, pero coincido con tu rey! ¡Eres un demente, Gumba!

Mi voz sonó como un trueno y del mismo modo recorrió todo el laberinto provocando vítores y aplausos de las criaturas. Incluso de aquellas que pertenecían a la oscuridad.

El vuelo de la libélulaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora