16.- Un lugar especial

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Todo lo que se posaba ante mis ojos estaba bañado de una belleza incomparable. Había creído que nada igualaría la impresión con la que fui recibida al llegar a Ciudad Celeste, mucho menos que superaría el esplendor del Templo Encantado.

¡Que equivocada estaba!

Había entrado a un sitio repleto de una luz tan brillante que, por momentos, cegaba. Aquel lugar superaba todo lo que antes había calificado como quimérico. Ciudad Celeste era un mundo mágico saturado de una belleza mística e impresionante, mientras el Templo Encantado parecía sacado de una novela de fantasía, pero el lugar en el que me encontraba me hizo creer que había llegado al Paraíso.

Una energía pura y luminosa vibraba por los rincones y empapaba cada espacio de paz y tranquilidad. Un sitio utópico donde el cielo, el valle y una cascada de aguas cristalinas que se perdía sobre el río se fusionaban y daban origen a aquella inmaculada creación que mis ojos contemplaban.

Frente a un Palacio de pinta muy antigua, con grandes torres cinceladas con meticulosidad y muros cubiertos de oro, me esperaban tres figuras luminosas, vestidas con túnicas impolutas que sujetaban a su cintura con un cinturón ancho bordado con hilo de oro. Parecían tres figuras de porcelana pintadas sobre un mural paradisíaco.

¿Quiénes eran?

En cuanto mis pies tocaron la alfombra verde caminé hacia ellos con la curiosidad desbordada. Fue hasta ese momento que noté que Séneca había desaparecido.

—Hola —Los saludé.

Su presencia me intimidaba.

—Bienvenida, Kalie —respondió uno de los seres.

El timbre de su voz era suave y melodioso. Su rostro era tan bello que parecía un ángel.

—¿Cómo es que sabe mi nombre?

—Toda criatura en el mundo mágico, conoce tú nombre —comentó divertido.

—¿Por qué?

Era la segunda ocasión que recibía aquella misma respuesta. Lo mismo había pasado a mi llegada a Ciudad Celeste.

—No lo sabe —exclamó otro.

Ladeé la cabeza y lo miré fijo.

—¿Saber qué? —dije en un hilo de voz.

La compañía de aquellos seres me mantenía a la expectativa.

—Por qué no das un vistazo por ti misma —habló el más anciano. Su cabello era largo y blanco como la nieve y contrastaba con sus ojos negros—. Anda, el río te revelará tu verdadera identidad.

Sumida en un estado de hipnosis di la vuelta y caminé despacio hacia el caudaloso río. La curiosidad había sido siempre una de mis debilidades y esa ocasión no resultaba diferente.

Me había dejado deslumbrar por lo imponente del lugar, pero no me había preguntado por qué me sentía extraña.

Incluso mi forma de andar era... distinta.

Cuando por fin estuve ahí, miré a mí alrededor en busca de la respuesta. Miré a un lado y a otro, pero nada pasaba. Levanté la vista y solo podía observar el cielo despejado. La desesperación estaba a punto de pillarme, no lograba ver o escuchar nada que me revelara mi verdadera identidad, como había dicho el anciano. Volteé a verlos en un intento por encontrar una pista en sus ojos, pero ellos se limitaban a observarme con insistencia. Cuando volví mi atención hacia el río y bajé la vista, obtuve mi respuesta.

La imagen que me devolvían las aguas cristalinas del río no fue la que esperaba. Ahogue un grito con mis manos.

—Ahora ya lo sabe —escuché decir.

El vuelo de la libélulaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora