04:14 p.m. Lunes 11 de julio. 1994
El colectivo* de color bordó recorría las calles de Mar del Plata, mientras un joven castaño de quince años de edad iba sentado en uno de los asientos simples, con su cabeza apoyada al cristal de la ventanilla, observando el afuera, el exterior, el mundo. Su sien recibía leves golpecitos contra aquel vidrio cada vez que el vehículo pasaba por algún bache del asfalto. Desde allí, desde el otro lado del cristal, podía verse detalladamente lo que sucedía en las calles. Podía contemplar cada acción que una persona realizaba y la manera en que lo hacía. Podía ver cómo funcionaba la sociedad. Pero todo de manera objetiva. Él estaba dentro del colectivo, y con relación a ese mundo que observaba, se encontraba fuera. Y por eso solo se podía mirar de manera superficial.
Y así fue como vio a una pareja discutiendo, podía verse que estaban gritando, peleando. El chico no alcanzaba a oír lo que estos decían, pero se veían muy enojados. La mujer estaba llorando. Se preguntó cuál era el motivo y cuál de los dos había sido "el culpable". Una calle después, vio a un niño pidiendo monedas en la puerta de un negocio. Y en esa misma esquina, otro chico de algunos años más que el anterior, hacía malabares con tres naranjas en el semáforo, para luego también pedir limosna. Eneas se preguntó si aquellos dos serían hermanos y dónde estaría su mamá o papá. Más tarde observó por largos segundos a un hombre que iba caminando por la vereda con una expresión horrible y evidentemente triste o preocupado. Fruncía el entrecejo y parecía que hablaba solo porque movía los labios levemente, como pensando tan seriamente que estaban a punto de escapárseles esas palabras de su boca. Al castaño le dio intriga saber qué pasaba por la cabeza de aquel señor. Quizás estaba enfermo, tal vez no le alcanzaba el dinero para mantener a su familia, a lo mejor su pareja lo habría engañado, o lo más probable era que algún tema de trabajo le complicaba. Vio cómo un ciego se detuvo antes de cruzar una calle, esperando pacientemente con su bastón fino y blanco a que alguna persona amable lo ayude a cruzar. Un joven bien vestido y con un bolso gris pasó por al lado del que portaba el bastón, ignorándolo como si el no-vidente fuese él. Éste mismo se detuvo a mitad de cuadra, colocó su bolso gris en el suelo, lo abrió y sacó de allí seis paquetes de pañuelos (tres en cada mano) que se puso a vender en plena vereda. También pudo ver a otra pareja, pero a estos se los veía muy felices. Eran un par de adolescentes. El castaño, después de ver tantas cosas sin respuesta, llegó a dudar si estos dos realmente eran tan felices como se los veía. Sabía que de la misma manera lo veían todas las personas a él: objetivamente, sin conocer, sin saber las razones, desde afuera.
Eneas estaba por llegar a su casa y continuaba observando a desconocidos. Quizás porque no quería dejar de mirar hacia afuera para mirar un poco hacia adentro. Venía desde el consultorio de Mónica, quien más que una psicóloga, se había transformado en una amiga. Ella era la segunda persona que sabía de su homosexualidad después de que el chico se vio obligado a confesárselo. La mujer le decía en cada sesión que él debería contárselo aunque sea a sus padres. Eneas no quería hacerlo, a pesar de que sabía que Samuel también era homosexual. Pero el mayor no estaba enterado de que su hijo conocía su verdadera identidad, y el castañito no quería hacerle pasar un momento incómodo a su papá. Aunque esto era algo que a la vez lo impacientaba un poco, porque sentía que si ambos sabían de su secreto podrían apoyarse el uno al otro.
Más de seis meses habían pasado desde que sus sentimientos se colapsaron dentro de su corazón y una extraña magia lo impulsó (o lo obligó) a sellar los labios de Bruno con un beso. Un beso que duró un segundo. El segundo más bonito de toda su vida. Desde aquel momento hasta ahora, se siente culpable por ello y ese recuerdo lo tortura, pero a la vez, lo llena de vida. Ese pequeño instante de felicidad que sintió es el que le enciende los sueños y le hace pensar que quizás Bruno en realidad sintió lo mismo, pero el muy cobarde no se atrevía a decirlo. Y es que Eneas lo entendía, porque a él le llevó diez años aceptar su homosexualidad y tal vez a Bruno le llevaría veinte. Eso no importaba. No le molestaba tener que esperarlo. Es cierto que aquel día se enojó mucho y la cólera se apoderó de él, demostrándose en sus mejillas teñidas de rojo, pero ahora, seis meses después, se encontraba nuevamente como el niño enamorado que era antes. Y los múltiples estados de ánimo lo visitaban todos los días, desestabilizando su mundo.
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Eso está mal [Gay] [PAUSADA]
Teen Fiction"A los niños les gustan las niñas. Y a las niñas, los niños. Si es al revés, entonces está mal." La historia de Eneas comienza en 1985, en la ciudad de Mar del Plata, Argentina, cuando teniendo solo seis años de edad, su curiosa prima dos años mayor...