A pesar de todo, era lunes. Se curó como pudo la herida con algunos recuerdos casi borrados de besos y se marchó a la oficina. En aquel cubículo de cristal de diseño modernísimo le faltaba el aire, se ahogaba y a veces sentía una punzada en el estómago o en el corazón que la obligaba a encogerse en su silla ergonómica. Y entonces deseaba, con todas sus fuerzas, hacer estallar aquel falso cielo y volar muy lejos.
¿Dónde estaría ella en ese instante si pudiera elegir cualquier sitio del mundo? En sus brazos -pensó de inmediato-, y una aguja le atravesó el alma y tuvo que aovillarse de nuevo apretando los brazos cruzados para soportar el dolor. Y con la vista perdida en el suelo, se percató de un hilo rojo que colgaba deshilachado del dobladillo de su falda. Agarró unas tijeras y lo cortó.
Al instante, asaltaron su cabeza paisajes azules, pájaros, gente tocando instrumentos, hierba sin cortar y hubo de agarrarse al borde de la mesa porque le parecía que iba a marearse y caer; o tal vez, elevarse. Miró a su alrededor y sin embargo ya no reparó en los cristales. Divisó los árboles de la calle, y a los gorriones buscando miguitas. Se levantó sin acordarse del dolor y se largó de la oficina; sin grabar la copia de seguridad de sus archivos, sin cerrar la computadora, sin decir una palabra a nadie ni pasar la tarjeta de fichar. Sonriendo.
Sin saberlo, había cortado de un tijeretazo el hilo del miedo que nos ata a las cosas seguras de cada día, a todo lo conocido, al pasado nuestro de cada día. Entornaba los ojos para sentir la caricia del sol. No sabía dónde ir pero pensaba pararse solo en los abrazos. La estaba esperando su vida.
— Irela Perea