Me pregunté cómo terminé así, atada, cubierta de chocolate y a merced de él. Solo podía pensar que él había captado la secreta sumisión de mi alma y yo me sentía impotente para resistirme a su dominación.
La palmada de la espátula fue más suave y aun así más tortuosa que el golpe de su mano. El sonido sibilante me asusto, y el golpe y el aguijón sobre mis nalgas me hicieron gritar de dolor y excitación.
―Hermosa, ―dijo, mientras sus dedos suavemente trazaban los puntos del impacto, su tierno toque excitándome incluso más que la paliza, y deseé ardientemente más de eso. Después de cada palmada de la espátula, sus dedos suavizaban mi carne, y comencé a darle la bienvenida a lo mordaz como el preludio de su sensual caricia.
―Suficiente, ―dijo con un gruñido―. De pie, gírate de frente a mí.
Me enderecé, doblando mis codos y llevando mis manos atadas juntas enfrente de mí como si lo estuviera venerando como mi líder. Él me miro por un momento, su mirada dirigiéndose a las manos atadas, a los pechos manchados con chocolate, a las largas y expuestas piernas con pequeñas botas hasta los tobillos, lo que debía verse ridículo con mi desnudez general. Un ruido retumbo de su pecho hacia sus labios y se dirigió directamente a mis sentidos.
Se arrancó de un tirón su camiseta, su delantal ya estaba envuelto alrededor de mis muñecas, y se acercó. Me empujó hasta que mi trasero quedo al nivel de la mesa.
Sus piernas descansando entre mis muslos, sus brazos alrededor de mi cintura, y me levanto encima de la mesa, sin ninguna señal de esfuerzo. Quería pasar mis manos de arriba a abajo por los músculos de sus hombros. Se hinchaban tan magníficamente, que sospeché que el horneado contribuía a fortalecer bastante la parte superior del cuerpo.
Fue extraño como su siguiente acción pareció mucho más íntima, mucho más sexual que cualquier cosa que había pasado antes. Cuando se ubicó entre mis muslos, ahuecó mis mejillas con sus fuertes y ligeramente pegajosas manos y se inclinó para un largo, duro y exigente beso.
Pulsó el deseo a través de mí y encontré todo lo que estaba exhibido allí, donde nuestros labios se tocaban y se encontraban. Él podía sentir lo excitada que yo estaba.
Yo olía mi propio pesado almizcle sexual y estaba segura de que él podría hacerlo también, lo desesperada que estaba por esto, por él, y no me avergonzó. Me sentí fortalecida cuando él forzó su lengua entre mis labios y yo presioné mi pelvis hacia arriba, anhelando sentir sus dedos, su lengua o su polla empujando dentro de mí, allí.
―Joder, eres caliente, ―gruñó mientras se alejaba de mis labios y besaba hacia abajo de mi cuello, chupando y lamiendo los parches secos de chocolate. Tenía que chupar duro para quitar el chocolate de mi piel, y disfrute especialmente de este tratamiento sobre mis pechos y mis sensibles pezones.
Me empujé entonces, y grite cuando me desplomé encima de la dura y fría madera. El chocolate ahora estaba apenas líquido, pero igualmente sentí los últimos vestigios de humedad adhiriéndose y avanzando hacia abajo de mi espalda. Levantó con fuerza mis piernas, y yo quería gritarle que se detuviera cuando mi trasero quedó completamente estirado y apoyó mis tobillos en una fuerte mano. Pero todo lo que hice, cuando otra palmada calentó mi trasero, fue gemir de placer.
―Joder, ―gruñó después de algunas palmadas más―. Te necesito. ―Todavía sujetando mis piernas hacia arriba, forcejeó con los diminutos trozos de encaje rojo de mi ropa interior. Maldijo, incluso mientras yo subía mi culo para ayudarlo. Lo sentí estirarse lejos de mi entonces y oí el inconfundible sonido de un cuchillo siendo sacado de su funda de madera. Me congelé de miedo y gemí con deleite cuando la fría y dura hoja se deslizo debajo de mis bragas y el mango presiono en contra de mi cadera. Dio un suave tirón y el material se dividió. Más tarde, podría enojarme porque había cortado mis mejores, favoritas y más caras bragas, pero en ese momento, solo me interesaba lo que pensaba hacer después.
Empujando mi cuerpo hacia un lado, cortó el otro lado de mis bragas y entonces se estiró hacia atrás para alejar su cuchillo.
―Oh, eso está mejor, ―dijo, separando mis piernas y apoyándome los tobillos sobre sus hombros. Mis mejillas estaban rojas, mi mente llena de vergüenza y preocupación por su desfavorable visión bajando sobre mi estomago y despreocupadamente sobre mi vagina. A él, sin embargo, no parecía preocuparle ninguna de esas cosas, y me retorcí de éxtasis cuando inclino la cara hacia mi coño y sus labios y lengua me devoraron.
El sexo y el chocolate eran un perfume intoxicante. El amargo cacao parecía envolverse alrededor del dulce pesado almizcle de mis jugos, creando un olor imposible de resistir, y lo inhalé cuando él me comió.