Fragmento 9

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La rabia le arrancaba lágrimas gruesas, ardientes quemaban como ningunas otras.
La ineficiencia de los engranajes del mundo a su alrededor le desesperaba casi tanto como el egoísmo asqueroso que consumía a su padre, aquel maldito desagradecido.
Tenia los puños apretados y el cuello contracturado, forzándose a contar hasta diez sin romperse los dedos golpeando la pared con su frustración.
Sabia que no dormiría esa noche y las obligaciones dejadas de lado le perseguían como demonios sedientos de su sangre.
De pronto, la pregunta planteada dos alocadas y estresantes semanas atrás resonó en sus oídos.

¿Niña, que temes perder?

Cuantas respuestas posibles, cuantas preguntas con las que replicar.

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