Capítulo 1-A

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Las calles de la ciudad, a causa de un aguacero que acababa de caer, estaban poco concurridas aquel viernes de la primera semana del mes de enero del año de 1900.

El cielo había quedado de un azul límpido, y el sol, que iba a ocultarse, doraba con sus postreros rayos la fachada de la esplendida casa de la señora Micaela Burgos, viuda de Moreno.

Se oyó el rodar de un carruaje al penetrar en el portón de la casa, y un cochero, correcto y tieso, aunque sin guantes ni corbata blanca, dijo en voz alta a una sirvienta, que pasaba a la sazón:

      -Ya está aquí la señorita.

La sirvienta se dirigió hacia el carruaje del que bajó una joven cuya fisionomía no es fácil olvidar: alta, delgada, nerviosa, blanca, con una blancura mate que la agitación del viaje había coloreado; frente mediana, de artista; nariz correcta, boca bien delineada, de labios no muh delgados, contraídos, a veces, por una sonrisa que hubiera podido pasar por desdeñosa o de burla si, fijándose bien, no se adivinara que era de infinita tristeza; ojos negros, profundamente negros, soñadores, melancólicos, atrayentes, en el fondo de los cuales se veía el brillo de una inteligencia privilegiada; cabellos obscuros, sedosos, de un lustre de terciopelo y que, sueltos, debían caerle en ondas acariciándole las bien modeladas espaldas. Todo en ella, desde su traje de tela fina, elegante y correcto, hasta sus zapatos negros, la hacía aparecer simpática, elegante, distinguida y de buen gusto. ¿Por qué esta joven, nacida y educada en la mejor clase social, se veía en la necesidad de ganarse la vida, sirviendo de institutriz? Por la infamia de un hombre.

La sirvienta saludó, admirada, a la recién venida y, acompa-ñándola a las piezas que le habían destinado en la casa, fue a avisar a doña Micaela que la señorita Blanca Olmedo estaba ya instalada, según la señora lo había dispuesto.

      -¿Conque ya está aquí la institutriz de mi sobrina? -preguntó, con semblante impasible.

      -Sí, señora; ya está aquí.

      -¿Con quién vino?

      -Nadie la acompañaba.

      -Es verdad, me han dicho que es huérfana y que vive sola; más vale que sea así.

      -¡Si viera usted qué joven y qué linda es! -exclamó con entusiasmo la sirvienta.

      -¿Joven y linda?

      -Una beldad, señora.

      -No deja de ser un inconveniente; las muchachas bonitas suelen ser muy locas.

      -Ella no lo parece, señora.

      -En fin, si me sale mala, la cambio; ya sabes que, con dinero, todo se facilita.

      -Cierto, señora.

      -Ve que sirvan algo de comer a la señorita Olmedo, y, después, avisas a la doncella Adela que me la presente.

      -Está bien, señora.

Doña Micaela Burgos de Moreno era una mujer como de unos 70 años de edad: de regular estatu-ra; gruesa, colorada, más blanca que trigueña, con ojos verdosos y claros, como los de los gatos; de boca grande y labios delgados, hundidos, signo seguro de egoismo y de instintos deprava-dos. En su juventud fue una de esas muchachas de la clase media, a quien sus padres cria-ron muy mimada y que, sin tener los méritos y distinción de ciertas señoritas verdaderamen-te aristocráticas, tampoco tenía las virtudes de muchas de sus compañeras y de esas valerosas y honradas muchachas a quienes llamamos "hijas del pueblo". Quiso la buena suerte de doña Micaela que, al cumplir los 36 años, y cuando ya se preparaba para vestir santos, a los cuales era muy aficionada, don Rai-mundo Moreno, un señor cubano acabado de llegar al país, muy rico, le ofreciera su mano y su fortuna, lo que ella tuvo a bien aceptar. Desde entonces cambió sus viejas amistades por otras nuevas, formadas en la aristo-cracia, y se dió a denigrar lo que ella con desprecio llamaba "la plebe". Pero el dinero de su marido, si pudo darle comodi-dades y relacionarla bien, no pudo quitarle su mal entendida vanidad y su vulgaridad de burguesa mal intencionada. Vivía muy satisfecha y ufana con su dinero, con su hijo y con una sobrina de su marido a quien decía amaba como a hija, y cuyo padre fue un valeroso general español, muerto cuando la niña solo contaba 4 años de edas, época desde la cual vivía a su lado, administrando, primero su marido, y después ella el cuantioso capital de la huérfana.

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Blanca OlmedoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora