7 de Enero de 1900

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El día de hoy amaneció muy claro y fresco. Desde la ventana de mi cuarto contemplé el jardín y vi multitud de pajaritos jugando con las flores y buscando en ellas el apetecido sustento. Quise confundirme con ellos, gustar de su alegría y, después de arreglarme mi blanco peinador frente al espejo de mi cómoda, bajé al jardín antes que nadie de la casa supiera que me había levantado.

Apoyada en el tronco de un sauce y viendo el agua del estanque, iba recordando el tiempo de mi infancia, cuando oí la juvenil y fresca voz de Adela:

     -Buenos días, señorita.

     -Buenos días, Adela -le contesté, abrazándola.

     -Hace rato que la busco. ¿A qué hora se ha levantado?

     -Hace poco; media hora lo más.

     - ¿Madrugó para ir a misa?

     -No; no he pensado en eso.

     -Mi tía quiere que vayamos a oír misa usted y yo.

     -Nada más fácil que darle gusto.

     -No perdona que yo deje de oír misa los domingos y los días festivos.

     -Y tu deber es obedecerla, puesto que te sirve de madre, y es, además, tutora tuya.

     -Dice usted bien.

     -Voy a arreglarme para ir a la iglesia; entretanto, puedes tú, si quieres, ir a tomar café.

     -Mejor espero a tomarlo con usted. Mi tía no está en casa y mi primo tampoco.

     -¿Tu primo?

     -Sí, Gustavo. ¿No le conoce?

     -No lo conozco.

     -Conque, tomaremos café juntas? -me preguntó la niña.

     -¿Y si se disgusta su tía porque comes conmigo?

     -No se disgustará.

     -¿Por qué lo dices?

     -Porque me dijo que usted era muy bien educada y que comería conmigo para que me enseñara sus buenas maneras.

     -Siendo así, vamos al comedor. Después nos arreglaremos para ir al templo.

Media hora después nos encaminamos, Adela y yo, hacia la iglesia parroquial, a pie, para hacer ejercicio, y porque el templo está muy cerca de la casa de la señora de Moreno.

     -¿En esta iglesia tan concurrida te gusta oír misa? -pregunté a mi discípula.

     -Con usted, en cualquiera; pero como las otras están más lejos de nuestra casa, he venido aquí, salvo que quiera usted ir a otra.

     -No; para mi, son lo mismo todas. ¿Cuál frecuenta más tu tía?

     -Esta. Es muy amiga del cura que aquí oficia: un sacerdote muy bueno, dice ella.

"Algún respetable anciano", pensé yo.

Penetré en el templo para oír misa con la mayor devoción posible.

Varias veces, al dirigir mis ojos hacia el altar mayor, pidiéndole a Dios que me hiciera feliz, me encontré con la mirada del sacerdote, fija, acariciante, como si él, de propósito, me contemplara: aquello me disgustó mucho, tanto más, cuanto que el cura es joven y agraciado.

Salimos de la iglesia después que muchas otras personas, y apenas habíamos pasado el atrio, el cura nos alcanzó. Inclinóse un poco, saludándonos atento y afable y dijo:

     -Adelita, dile a doña Micaela que iré dentro de poco a desayunarme a su casa.

     -Muy bien, señor.

     -Dispénsenme ustedes que las haya retrasado -agregó, doblándose con cortesía; pero yo volví la cabeza con marcada indiferencia sin ocuparme de sus palabras, y Adela le contestó:

     -No tenga cuidado por eso.

     -¿Por qué te convierte en mensajera ese cura? -pregunté a la niña con disgusto.

     -No lo sé; es la primera vez que lo hace, y me ha extrañado mucho, porque casi no se fija en mí.

     -Es falta de educación dar esos encargos a una niña como tú.

     -Sin embargo, el padre Sandino es bien educado, instruido y correcto, al decir de mi tía. En fin, ya lo verá usted, pues viene mucho a casa, y tal vez llegue a ser su confesor.

     -¿Mi confesor?

     -Digo, si a usted le parece...

     -Ni él, ni ningún otro: mi confesor es Dios.

Y como ella me mirase asombrada:

     -Algún día pensarás como yo pienso, Adela.

     -Tal vez, señorita.

     -Ya estamos en casa de tu tía: ve a saludarla, y por la tarde iremos a paseo, si lo deseas.

     -Iré con mucho gusto.

La niña desapareció.

Me dirigí a mis habitaciones todavía impresionada por la mirada de aquel ministro del Señor, a quien no conocía: es más alto que bajo, grueso, moreno, galán, tal vez simpático; pero sus hermosos ojos nacidos para contemplar a la Virgen, para extasiarse mirando lo místico, me han visto como no deben ver los ojos de un sacerdote a una mujer.

Llegada la tarde, Adela y yo nos metimos en el lujoso carruaje de ésta, para dar un paseo por las afueras de la población: la gente que veía en la calle no me interesaba, pues casi toda me es desconocida, y fijé mi atención en las buenas casas y valiosos edificios que encontrábamos a nuestro paso; y una vez fuera de la ciudad, en la alegre perspectiva del campo, Adela me decía que la tarde estaba muy hermosa y que ella se sentía a mi lado, contenta y feliz, porque yo le ayudaba a comprender las obras de los hombres y a admirar las maravillas de la naturaleza.

Esta niña tiene una inteligencia observadora y despejada y un carácter bellísimo; haré de ella una buena y digna señorita.

 En el camino, de regreso de nuestro paseo, Adela se volvió a mí con interés y me dijo:

     -El padre Benigno Sandino, ahora que estuvo con mi tía, habló mucho de usted.

     -¿De mí? ¿Qué tendrá que ver conmigo?

     -Preguntó que quiénes eran sus parientes, cuál es su clase social y cuáles su ideas religiosas.

     -¡Bah! ¡Si pretenderá catequizarme!

     -¡Quién sabe!

     -¿Nada más dijo?

     -Que vendría mañana por la noche, para que le presentaran a usted.

Blanca OlmedoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora