6 de Enero...

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     -¿De qué manera?

     -Soy Procurador Judicial -dijo con énfasis.

     -¡Ah!... Pero yo no tengo...

     -Dispénseme, doctor. ¿Conoce a don Víctor Martínez?

     -Le conozco.

     -Pues muy pronto demandará a usted por una herencia; algo he oído decir de eso.

     -¿Y bien?

     -Corre usted riesgo; ese hombre tiene documentos.

     -¿Qué prueban?...

     -Que es hijo del padre de usted.

     -No le temo.

     -Yo tomé informes acerca de usted. Me dijeron que es usted el hombre más culto y honrado de este lugar, y como yo nunca he llevado ni llevaré jamás una mala causa, me propuse servir a usted si se dignaba aceptar mis desinteresados servicios. No soy abogado, porque no cuento con los recursos suficientes para obtener este título; pero tengo mucha práctica, y, sobre todo, buena intención de no servir más que a personas honradas. El asunto de usted requiere estudio, prudencia y cuidado, porque los contrarios se valdrán de malas armas; pero la justicia vale mucho.

     -Está bien, caballero; tomaré en consideración su bondadosa propuesta.

     -Corriente, señor. Volveré oportunamente.

Se retiró Verdolaga, y mi padre, por lo que pudiera ocurrir, tomó informes de él, con las personas que sabía podían conocerle; le dijeron que hacía poco que había llegado a la capital y que era un hombre entendido en derecho, al cual no se le conocían malas acciones, y como Martínez lo demandase, no vaciló en nombrar a Verdolaga su apoderado.

Desde entonces, el procurador frecuentó nuestra casa; comía muchas veces con nosotros y llegó a ganarse, por completo, la confianza de mi padre. A mí me prodigaba ciertas atenciones que me caían mal. Un día le dije:

     -Nunca me ha hablado de su señora; me han dicho que es usted casado.

     -Por mi desgracia, señorita.

Y dió un fuerte suspiro, y desde entonces me fué más repulsivo y antipático.

Cuando mi padre le decía que arreglaran el precio por el cual le llevaría el asunto, él contestaba:

     -Después arreglaremos eso; servir a un hombre como usted es mi mayor recompensa.

Pero esto no le impedía que continuamente le pidiera dinero y mandar a llevar de nuestra casa lo que necesitaba en la suya.

El tiempo pasaba; la cuestión se intrincó y corrieron rumores de que mi padre perdería el pleito.

     -Paciencia, paciencia -exclamaba Elodio -. Ya se verá. La justicia nuna pierde. Es que quieren afligir a ustedes.

Nosotros estábamos muy confiados, cuando un día un viejo amigo de mi padre llegó muy preocupado a hablar con él de cosas graves, según dijo. Mi padre, como siempre, deseó que oyese yo la conversación.

     -Carlos, ¿No temes que esta niña oiga malas nuevas? -Dijo el señor Menéndez a mi padre, en voz baja, pero que yo oí bien.

     -No, Alejandro, puesto que de todos modos las ha de saber. ¿Qué hay de mi asunto?

     -Que va mal.

     -¿Cómo?

     -Muy mal, mi amigo.

     -Verdolaga me ha dicho...

     -¿Qué?

     -Que es cosa perdida para Martínez.
  
     -Todo lo contrario. Verdolaga ha llevado muy mal tu asunto, no lo dudes.

     -¿Qué lo ha llevado mal?

     -Tan mal, que Martínez gana.

     -¡Oh!... ¡Eso no es posible!...

     -Es necesario que te armes de valor.

     -¿Y qué sabes tú?

     -Que la Corte Suprena te condenó a dar a Martínez la cuarta parte de tu capital, más los intereses de esa cuarta parte desde que te puso la demanda, más las costas del juicio.

     -¿Así es?...

     -Que te quedas sin nada, pues has tenido que gastar mucho.

     -¡Eso no puede ser! ¡Eso es absurdo! ¿Y de qué le sirve a un hombre ser honrado, tener justicia?

     -De nada, si los encargados de administrarla son jueces venales. En estos tiempos el más pícaro es el más dichoso y mejor considerado.

Yo, llena de angustia, lloraba; no por mí, sino por mi padre, tan anciano y tan bueno.

     -Carlos, ¿tienes dinero en caja?

     -Tengo 8,000 pesos.

     -Dámelos.

     -¿Para qué?

     -Para salvártelos.

     -No; que me lo roben todo; que me dejen en la calle.

     -Pero tienes una hija.

     -Es verdad -dijo mi padre, rodándosele las lágrimas -. Pobrecita hija mía, ¡en la miseria!...

     -Con ese dinero, que es tuyo, vivirás mientras se ve qué puedes hacer.

     -Dices bien, Alejandro.

Un momento después, mi padre entregaba al señor Menéndez unos billetes, diciéndole:

     -Guárdalos, y procura encontrarme una casa pequeña. Ya me entiendes...

-Déjalo todo a mi cargo; mañana volveré.

Como a las 7 de la noche de ese mismo día, mi padre me dijo:

     -Blanca, no salgas, ya vuelvo.

     -¿Adónde vas, padre mío?

     -A aclarar una duda.

     -Ya es muy tarde; deja eso para mañana.

     -Me precisa ir hoy.

Y mi padre salió para regresar una hora más tarde, pálido, con las facciones alteradas y los labios temblorosos.

     -¿Qué tienes, padre mío? -le pregunté.

     -Elodio Verdolaga es un infame -articuló mi padre sin contestar mi pregunta -. Vengo de convencerme de su maldad y, perfidia. Oye, Oye, Blanca, hasta dónde es de infame ese hombre. Como soy bien conocido en la casa de Verdolaga, el criado que tiene me dejó pasar sin anunciarme, y continuó acostado en el suelo, pues estaba borracho. Me dirigí a la sala, despacio, sin hacer ruido; y al llegar a la antesala, oí voces altas que me detuvieron, sin pensar que no procedía bien. Me coloqué cerca de la puerta mal cerrada para poder ver y oír, sin ser visto, a los que hablaban dentro. El uno era el Verdolaga; el otro, ¿te imaginas quién era, hija mía? ¡Víctor Martínez! Ambos estaban sentados cerca de una mesa, bebiendo y hablando.

     -¡Ja, ja, ja! -cacareaba Verdolaga con su risa estrepitosa -. ¡Que imbécil es don Carlos!

     -Demasiado imbécil -apoyaba Víctor.

     -Cuando sepa que ha perdido, se va a poner furioso.

     -¿Y a ti qué te importa que rabie?

     -El no me importa nada, pero la hija...

     -¿Te gusta?

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Blanca OlmedoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora