-Aquí estoy tía...Buenas trades, señorita -añadió, saludando a la desconocida.
-Buenas tardes, señorita Adeka -contestó Blanca, abrazando a la niña y sentándose de nuevo a instancias de esta.
Doña Micaela dijo, dirigiéndose a su sobrina, que permanecía muda, contemplando a la joven:
-Aquí tienes a tu nueva institutriz de la que ya te he hablado.
-Sí, tía; la voy a querer mucho.
-Y yo quiero y estimo a usted desde este momento -contestó Blanca.
La señorita Adela Murillo tendría unos 15 años de edad; era de mediana estatura y de constitución endeble; blanca, pálida, con ojos muy azules, muy tristes, y cabellos tan rubios como las espigas del maíz; su dulce fisonomía respiraba tristeza, suavidad, sin darse a conocer en ella el carácter vanidoso de su tía. ¡Pobre flor necesitada de aire, calor y sol, condenada por el orgullo de su tía a vegetar en frío invernadero! Aquella almita no había tenido expansiones, no sabía lo que eran ternezas, y se había refugiado en sí misma. Al ver a Blanca, su corazoncito palpitó de cariño por ella, y se habría arrojado en sus brazos si su tía no hubiera estado presente para impedírselo. Por eso, cuando doña Micaela, después de un rato de silencio le preguntó:
-¿Qué te parece tu profesora?
-Siento que la voy a querer mucho -contestó, como si en estas palabras estuviesen condensados la admiración, afecto y simpatía que ya experimentaba por su joven profesora.
-Bueno. Espero que la trates como una señorita de tu clase debe tratar a su institutriz.
-Ya sé, tía -dijo Adela bajando la cabeza como para impedir el rumbo que llevaba la conversación; pero doña Micaela no era mujer que se detenía cuando quería decir algo, y continuó:
-Obediencia, respeto; pero nada de familiaridad. Las efusiones me disgustan -añadió para atenuar la frase "familiaridad", con que había herido el amor propio de la institutriz, la cual, con tranquila calma expuso:
-Descuide usted, señora, que yo daré a cadu uno el puesto que le corresponde, y me conservaré en el mío.
-Bien dicho, señorita Olmedo. Usted comprende las diferencias sociales y ve que hay que respetarlas.
-Y las respeto, señora. El nacimiento de las personas se denuncia por sí mismo y yo lo acato. De esas cosas nadie tiene la culpa -añadió Blanca, recalcando aún más la burlona sonrisa de sus labios, sonrisa que doña Micaela no comprendía.
-Nadie tiene la culpa -apoyó la matrona.
-Lo mejor es dar a Dios lo que es de Dios...
-Y al César lo que es del César. ¡Que me gustan las ideas de usted! Nos entenderemos bien.
-Así lo espero, señora.
-Hoy es viernes. El lunes empezará a dar lecciones a Adela; creo que le saldrá muy dócil la discípula. Le acabará de enseñar francés, inglés, música, canto, dibujo, labores y religión y todas las materias que ella tiene a medio aprender, y cuyos nombres no recuerdo.
-Bien, señora.
-En cuanto a las horas de estudio, usted las distibuirá como le parezca mejor; y por la tarde, cuando el tiempo sea bueno llevará a mi sobrina al jardín, o la acompañará en carruaje o a pie al sitio que ella quiera ir. Hace poco me dijo mi médico de cabecera, el doctor Marcelo Gámez, que esta niña necesita aire libre e inocentes distracciones.
-Yo la acompañaré con gusto, a donde ella desee ir, puesto que usted, de antemano, lo aprueba.
-Muy bien; creo que dentro de poco merecerá usted toda mi confianza.
-A eso aspiro, señora.
-Vamos, Adela; acompaña a la señorita Olmedo a su cuarto porque ya es tarde y debe querer descansar.
Blanca se levantó:
-Buenas noches, señora -dijo inclinándose.
-Buenas noches, señorita -contestó doña Micaela sin levantarse de su asiento.
-Hasta mañana, tía -exclamó Adela besando en la frente a la que le servía de madre.
-No lo olvidaré.
Y acercándose a su institutriz la acompañó hasta su habitación, exclamando alegremente:
-Ahora no nos ve mi tía.
-Cierto, no nos ve. ¿Y si nos viera?
-No podría decir a usted que la amo con todo mi corazón; que es usted muy bella, y, menos aún, podría abrazarla.
Y Adela se arrojó en los brazos de la institutriz abrazándola con afecto.
Blanca besó en la frente a la niña:
-Eso es faltar a los deberes sociales, hija mía.
-¿Los deberes sociales? ¿Acaso piensa que, porque soy niña, no veo que es usted una joven bien educada y que vale más que mi tía y que yo?
-No digas eso.
-A usted lo que le hace falta es el dinero que a nosotras nos sobra. Por lo demás, no he visto a madie que me guste tanto como usted.
-No tengas cuidado. ¿Sabes lo que yo deseo, Adela?
-No, señorita.
-Tener un corazón tan bueno como el tuyo y que me quiera como a una buena profesora.
-Como a mi mejor amiga; como a una hermana -exclamó la niña -, pero sin que vea las demostraciones de nuestro afecto mi tía.
-No las verá; sé a qué atenerme respecto a ella; la he comprendido bien. Hasta mañana, mi querida discípula.
-Hasta mañana, mi querida profesora.
Y después de otro abrazo, se separaron.
"Esa niña es un ángel...¡Pobrecita!" -pensó Blanca -. "La señora, su tía, es una mujer vanidosa, soberbia, vulgar, grosera, y, por fortuna, de pocos alcances. ¡Que bien representa la aristocracia del dinero! No se nota en ella nada que haga sospechar nacimiento culto, origen elevado...Dinero, eso es lo único que tiene, lo que la hace valer a los ojos de sus iguales y lo que agranda sus vicios y aumenta sus malas pasiones. A la niña, yo la salvaré de ese pernicioso ejemplo; es dócil y buena y no aprueba el exaltado orgullo de su tía".
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Blanca Olmedo
RomanceUn amor secreto, una sociedad menospreciante, una vida de tristeza... Escrito por una hondureña llamada Lucila Gamero Moncada de Medina.