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-Casi todo, señor.

-¿Cuánto debo a usted por sus buenos y oportunos servicios a favor de mi causa?

-¿A mí, doctor?

-¿Está usted sordo?

-Es que hay cosas que aunque se oigan se duda de ellas y es preciso volver a preguntarlas... ¿Deberme usted a mí? ¡Válgame Dios! No solo no me debe nada, sino que vengo a entregarle el dinero que me ha adelantado, y a ofrecerle como leal y buen amigo suyo, una casa que tengo lista para usted y su hija Blanca. Me creeré muy obligado si se digna aceptar.

Mi padre se levantó:

-¿La infamia que usted me ofrece?

-¡Don Carlos!...

-¿Crees, vil canalla, que estoy engañado respecto de tí? Hombre infame, reptil inmundo, cómplice asqueroso de un malvado, ¿piensas que no sé que ligado con Martínez, me has engañado miserablemente para robarme de la manera más descarada?

-Don Carlos, cálmese usted. ¿Quién ha venido a decirle lo que no es? ¿Quién quiere que rompamos nuestra amistad?

-¿Tu amistad bicho asqueroso?

-Doctor, aquí hay una duda que es preciso aclarar.

-No tengo duda de tu infamia;he estado en tu casa; te he visto anoche bebiendo y llamándome imbécil en compañía de Martínez. ¿Negarás ahora?

Elodio estaba trémulo, pálido; después se puso amoratado.

-¿Negarás ahora tu infamia, vil mercenario?

-Nada de injurias, señor Olmedo -clamó con voz chillona.

-¡Silencio, miserable traidor! A mí no me haces callar contus gritos como a muchos infelices. Te conozco bien: grosero, gritón, malcriado, amenazador con los débiles; sumiso, hipócrita, arrastrado, con los fuertes. Eres un cobarde, y si no lo eres, defiéndete.

Y mi padre golpeó, con su mano cerrada, el lívido rostro del malvado, con golpe tal, que el miserable se tambaleó. Quiso ponerse a la defensiva; pero mi padre le dió otro golpe tan fuerte, que le desvió la nariz para toda la vida.

     -¡Sal de aquí, villano!

Y a puntapiés arrojó mi padre de su casa a aquel ente inmoral y despreciable, que salió humilde, con la cabeza baja y como vulgar-mente se dice, "con el rabo entre las piernas", solo que yo no quiero hacer a los canes la injuria de compararlos con semejante monstruo.

     -¿Y bien? -me dijo mi padre cuando me reuní a él -. Ya has visto cómo abofeteé a ese pícaro; no le maté porque no quiero quitar su presa a la justicia de Dios, que de los hombres no la espero. Arréglate para que nos pasemos mañana a la casa que debe tenernos preparada mi amigo Menéndez; quiero que cuando ese infame mande a sacarnos, encuentre la casa vacía.

Al arreglar algunos objetos nuestros, encontré él retrato de Verdolaga: lo hice pedazos y lo arrojé a la calle para que los tran-seúntes pisotearon la imagen de aquel bandido, manchado con todos los crímenes.

Nos trasladamos a una casita pobre, pero de aspecto agrada-ble, en donde han sufrido el dolor más grande de mi vida: la muerte de mi papá, quien, desde que fue miserablemente robado, se puso enfermo. Como él no quería recetarse, busqué al doctor Gámez para que lo asistiera; pero, por más que hizo, no pudo devolverle la salud.

     -Al padre de usted lo mata el golpe moral que ha recibido -me dijo el doctor una vez.

     -Verdolaga es el asesino -rugí yo.

Las propiedades de mi padre fueron valoradas a un precio ínfimo, y apenas bastaron para cubrir la exorbitante suma que cobró Martínez. Bien sabían aquellos criminales que mi padre no haría objeción alguna a su desvergonzado robo

Los últimos momentos de mi muy amado padre fueron muy angustiosos:

     -Hija mía, mi pobrecita hija, te dejo sin dinero; tendrás que luchar con la miseria -repetía incesantemente.

Yo, inconsolable, lloraba, maldiciendo al que me hacía sufrir la más cruel de las angustias, el más desesperado de los dolores.

Amaneció un día en que mi padre no existía ya. La noche anterior había bendecido por última vez... Al verlo muerto:

     -¡Elodio Verdolaga, mira tu  obra! -exclamé, loca de dolor y llorando llena de angustia.

Lo que más quería, lo que más amaba yo, lo había perdido para siempre. Sin tomar en cuenta mis lágrimas, se llevaron al padre mío, y yo quedé sola, completamente sola en este triste mundo. Hoy hace dos años.

El señor Menéndez murió hace 3 meses después que mi padre, y
Víctor Martínez, un año después, casi sin haber disfrutado de su mal habida fortuna, pues Verdolaga le hizo entrar en un negocio ficticio, tan ficticio que Elodio tuvo a bien quitar de su camino a su cómplice, antes de que se diera cuenta del engaño. De este modo, Verdolaga fue el único poseedor del capital de mi padre.

Con el poco dinero que me quedó, compré una casita en la cual he vivido en compañía de mi aya, una buena señora llamada Mauricia Rivas, y una chiquita que mucho me quiere por haberla recogido yo cuando ésta apenas tenía 1 año de edad.

Mauricia ha hecho conmigo las veces de madre cariñosa, y a ella le debo mucho buenos consejos y muchas horas tranquilas y resignadas, no dichosas, que dicha no puede haber para esta desheredada de la fortuna, para esta huérfana que, desde que murió su padre, no sabe lo que es la alegría.

Para poder sostenerme, vendí casi todo lo que me quedaba procedente de mi madre: mis alhajas y mis libros; y cuando la miseria se disponía a llamar a mi humilde morada, doña Carlota de Fernández, hermana del doctor Gámez, hizo que me dieran el empleo que hoy tengo en esta casa.

He consignado aquí mi corta, pero dolorosa historia, para que si alguna alma buena la leyere alguna vez, aprenda a despreciar y a maldecir, como desprecio y maldigo yo, a Elodio Verdolaga.

Blanca OlmedoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora