Memorandum de Blanca

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6 de Enero de 1900

Heme aquí desde ayer, en este suntuoso palacio cuyo lujo, demasiado severo, y cuyo aspecto sombrío en nada me recuerdan la lujosa pero sonriente casa en donde pasé los días más felices de mi vida. ¿Me ha traído aquí la dicha o la desgracia? No lo sé; pero no me atrevo a esperar en este mundo sino tristezas. El ángel pálido y triste que me besó al nacer, aún no se ha separado de mi lado. Y, sin embargo, mi infancia fue feliz... Después que murió mi madre, siendo yo muy pequeña, mi padre se consagró a mí; me amaba con idolatría; me rodeó de consideraciones, de respeto y de cariño; aunque era algo rico, se empeñó en que yo me graduase de profesora, como si el pobre comprendiera que mi instrucción me daría, más tarde, con qué ganarme honradamente la vida. ¡Pobre padre mío...! Cuando pienso en los últimos desesperados momentos de su existencia, y en el hombre que causó su muerte y mi pobreza, se crispan mis manos, aprieto los dientes, y de mi boca, nacida para la plegaria, brota una maldición.

Mi padre era uno de esos hombres rectos, severos, honrados en demasia, y que no transigen jamás con aquello que no es el deber; padre cariñosísimo, amigo leal y franco que no sospechaba que pudiese haber hombres que, por su conveniencia personal, sacrificasen la amistad, causando la ruina de aquel a quien daba título de amigo. Su mano siempre estaba tendida al menesteroso, su casa siempre abierta para sus amigos y para los que le necesitaban. Su limpia fortuna, heredada de su padre, le acarreó algunos enemigos; entre ellos, uno que se decía hermano suyo y que asegu-raba ser hijo de mi abuelo. Mi padre, sin creer tal parentesco, favorecía al señor Víctor Martínez -así se llamaba el presunto hermano -y le decía que dejara de abrigar ridículas pretensiones acerca de su capital.

      -Estoy seguro de que mi fortuna te pertenece, pruébamelo, y te la entregaré -le contestó mi padre, ya impaciente.

      -Muy bien, hermano, te lo probaré.

Mi padre no había vuelto a pensar en el pariente postizo, cuando vino a recordárselo un hombre cuya fisionomía la recuerdo siemprencon repugnancia y asco; es de regular talla; algo grueso, blanco; cara redonda, avinagrada; pelo y bigote lisos; ojos claros y no muy grandes; buen bebedor, buen jugador, buen estafador, buen charlatán; algo peor que un caballero de industria; pero él tenía, y aún tiene la pretensión de pasar por hombre honrado. Hizo que mi padre lo recibiera, pretextando que venía a hablarle de un asunto importante. Fue conducido a la sala en donde estábamos mi padre y yo; y, desde la puerta, saludó, haciendo una gran reverencia:

      -Buenos días, señor don Carlos. Beso a usted los pies, señorita.

Y puso los ojos en blanco.

      -Buenos días, caballero -correspondió mi papá.

      -Elodio Verdolaga, para servirles -exclamó el vulgar personaje, presentándose.

      -Sea bienvenido. Mi hija, la señorita Blanca Olmedo -dijo mi padre, señalándome.

Verdolaga se inclinó hacia mí, y su mano ensució la mía.

      -Humilde servidor de usted -me dijo.

      -Siéntese, caballero, y hágame el favor de decirme a qué debo el placer de su visita -exclamó mi padre.

      -A un asunto reservado que deseo tratar sólo con usted.

      -¿Concerniente sólo a mí?

      -Sólo a usted.

      -Entonces, puede usted hablar; no tengo secretos para mi hija.

Yo quise retirarme, porque la presencia de aquel hombre me disgustaba; pero mi papá me dijo:

      -No te vayas, Blanca; quiero que estés al corriente de todo lo que se relacione conmigo. Puede hablar, don Elodio.

      -He tenido el honor de decirles que me llamo Elodio Verdolaga, y vengo a ofrecer a usted mis servicios.

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Blanca OlmedoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora