-De mi padre -le dije, para no entristecer esta almita que se ha refugiado en mí y vive de mis ternezas.
Ella volvió a abrazarme como para decirme, de la manera más elocuente, que no estoy sola en este mundo.
Estábamos cerca de la huerta las dos, cogidas del brazo, contándome mi discípula lo mucho que sufre con el modo de ser de doña Micaela, cuando percibimos ruido, y, fijándonos bien, descubrimos un joven agachado, entretenido viendo las plantas.
-Es mi primo -me dijo Adela en voz baja.
-Retirémonos -murmuré.
Pero él nos había visto ya y se puso en pie con presteza ¡Qué alto me pareció!
-¿Tan temprano te has levantado hoy, Adela? -preguntó a su prima, acercándose a nosotras.
-Sí; muy temprano.
-Buenos días, señorita -dijo, inclinándose un poco, sin poder reprimir un movimiento, no sé si de sorpresa o de contrariedad.
-Buenos días, señor -le contesté confusa; y sin poder explicármelo, mis ojos estaban fijos en los de él como si no tuvieran fuerzas para apartarse de allí...¡Tan obscuros. hermosos y atrayentes son sus ojos!... Al fin, haciendo un esfuerzo, bajé la cabeza, abrazando más a la niña para disimular mi turbación.
Y él, dirigiéndose a Adela:
-¿Es esta señorita tu institutriz, prima?
-Esta es.
-¿Y por qué no me la has presentado?
-Ella no ha querido.
-¿Yo? -exclamé, mirando a la niña.
-¿Que no ha querido? -preguntó él?
-No... -dijo Adela turbada;- es que no ha habido ocasión.
-Pero ahora la hay.
Y acercándose a mí y tomándome una mano que yo le dejé maquinalmente:
-Gustavo Moreno -me dijo con voz dulce y buscando sus ojos los míos; pero yo no quise mirarle y me contenté con decirle mi nombre, que nunca ha salido de mis labios con tanta turbación:
-Blanca Olmedo.
Y quedamos vacilantes, con las manos enlazadas.
Por fin retiré la mía.
-Pero yo la he visto a usted en otra parte -me dijo.
-Tal vez -le respondí.
-Ya recuerdo. En mi examen, cuando me gradué de bachiller; era usted muy niña y no debe acordarse de mí. Desde entonces no la he vuelto a ver; pero tengo buena memoria; no la había olvidado. Aunque, en verdad, no se necesita buena memoria para recordar la fisionomía suya -añadió, hallando esta vez la mirada de mis ojos.
-Es usted muy amable -articulé, todavía confusa.
-¡Es solo con usted! -exclamó Adela, admirada -. ¡Si lo viera con otras!...
Mis ojos graves callaron a la niña.
-Adela es muy pícara -dijo él-. Aunque, al fin y al cabo, quizás tenga razón.
Y me miró de un modo expresivo.
Luego, tal vez comprendiendo que había ido demasiado lejos:
-¿Y le da muy malos ratos esta niña? -me preguntó, poniendo bien cuidada mano en el hombro de Adela.
-No señor; al contrario, muy buenos.
-Salvo ciertas inconveniencias -exclamó, riéndose.
-Propias de ella y que no tienen ningún valor para mí -contesté con cierta seriedad, volviendo a ser dueña de mí misma.
-Tiene usted razón -convino él-. Aún pienso que yo debo parecerle a usted algo extravagante.
-¿Extravagante? ¿Por qué?
-Hace varios días que está usted en mi casa, y no verla yo hasta hoy.
-Sé que no ha permanecido en ella y que vive muy ocupado.
-Y usted, por lo visto, es muy esquiva.
-Esquiva, tal vez no; pero me gusta distraer lo menos posible la atención de los demás.
-Es usted bastante original. Conque ¿si no hubiera sido este inesperado encuentro...?
-Es probable que hubiera pasado algún tiempo sin que nos viéramos de cerca.
-Pero ahora ya no puede excusarse usted de ser mi amiga.
-Usted olvida que soy la institutriz de la señorita Murillo -dije por contestación.
Me miró con asombro:
-¿Qué quieres decirme con eso?
-Que nuestras relaciones no deben revestir el carácter de amistad.
-¿Por qué motivo?
-Por lo que acabo de exponerle.
Él reflexionó un momento:
-Si mi madre le ha expresado ciertas ideas absurdas sobre relaciones sociales, le ruego crea que yo no las apruebo y menos que participo de ellas.
Y saludando y estrechándome la mano se alejó de nosotras, después de mirarme, como si quisiera agregar algo más a lo que ya me había dicho.
Adela y yo salimos del jardín. Por la tarde, cuando estuve sola en mi cuarto, me sentí nerviosa y preocupada. La imagen de Gustavo no se apartaba y aún no se aparta de mis ojos: alto, delgao, moreno, elegantemente vestido, fino, atento, simpático, hermoso; con unos ojos rasgados, castaños, atrayentes y tan expresivos, que hablan al alma... No, en nada se parece a su madre. Él es todo un caballero, galante y bien educado.
¿Por qué pienso en él? ¿Pensará él en mí?... ¡Ah, no! ¿Y doña Micaela?...
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Blanca Olmedo
RomanceUn amor secreto, una sociedad menospreciante, una vida de tristeza... Escrito por una hondureña llamada Lucila Gamero Moncada de Medina.