Prólogo

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Ya no estaba segura de que los colores fueran reales.


El día se había vuelto tan gris.

La realidad se había vuelto tan oscura...

Parecían las imágenes tristes de una película antigua. Sin color. Llena de lluvia, autos y luces cegadoras. Una feroz tormenta había caído sobre la ciudad con toda su plenitud.

El aire helado removía su cabello y ropa mientras caminaba a grandes zancadas, totalmente empapada gracias al inoportuno clima. Trataba de cubrirse lo más posible con el gorro de su suéter y con sus propias manos se abrazaba a sí misma. Como si de verdad existiera una forma de reconfortarse por sí sola... Como si hubiera forma de dejar de sentir aquella fría y cruel realidad que le lastimaba la piel y el corazón.

Levantaba la vista y por el rabillo del ojo alcanzaba a ver la espalda de su acompañante, a quien trataba de seguirle el paso. A penas veía la acera por donde iban, las lámparas de la calle se limitaban a alumbrar con una luz tenue y amarillenta. Luego, por algunos segundos, su camino resplandecería con el paso de las farolas de los automóviles. Los neumáticos derrapando rápido en los charcos junto a ellos. Todo para apagarse de nuevo conforme se alejaban, y no mirar atrás.

Ella no sabía qué esperar. Sentía que el tiempo se había detenido. Todo envuelto en oscuridad.

Sus pasos sobre la acera.

Su respiración cortada.

Todo, congelado en el aire.

Entonces detuvo el paso, sintiendo que aquél que la guiaba hacía lo mismo.

—Espera aquí —lo escuchó decir. Casi en un susurro. Su voz era seria. En ese momento Astrid pensó en que no lo había escuchado hablar desde esa misma mañana.

Ella lo miró por un segundo, no muy segura de lo que él tendría en mente. Ya no estaba segura de qué sería lo siguiente para ellos. De cuál sería su destino o cuál sería siquiera su siguiente paso. Por eso debía confiar. Debía seguir confiando en él...

De cualquier forma, en esos momentos él era lo único que ella tenía. Lo único que le quedaba.

Asintió levemente cuando él se apartó. Ella dobló en dirección contraria y caminó un par de pasos hasta una banca al costado de la acera, tratando de abrazarse aún más a sí misma. El techado de ésta la cubrió de la furiosa agua que se precipitaba desde las nubes. Se sentó, dirigiendo la vista hacia sus zapatos, maltratados con el paso del tiempo, y ahora mojados a causa de la lluvia. Seguro que le provocarían un resfriado, pero ¿Qué importaba ya? Todo su mundo se estaba viniendo abajo. Todo lo bueno... se desvanecía.

Se convertía en oscuridad.

Al cerrar los ojos, esa oscuridad estaba ahí. Absorbiéndolo todo. Dejando su mundo en penumbras. No pudo evitarlo, era sólo una adolescente de 15 años, y los últimos meses habían sido un duro golpe para ella. Ahora los ruidos del exterior parecían no hacer más que atormentarla, los truenos, los autos, la lluvia.

Y los recuerdos...

... La sutil melodía de una guitarra resonó en su mente, y aquella apacible voz que llenó la habitación. Débil. Susurrante. La escuchó despedirse. Una imagen poco clara de aquel momento, apareció en su memoria como salida de las tinieblas.

La imagen de su madre.

Vio cómo los ojos de aquella mujer de cabello rubio se cerraban despacio. Poco a poco, cómo la vida se había ido de ella.

La chica aún deseaba que todo fuera una mentira.

La humilde casa de la familia Hofferson quedó en silencio. El silencio de las lágrimas de dos jóvenes. Y ella a penas oyó un lamento al fondo. Alguien que rogaba.

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