1- Érase una vez dos hermanos

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«No cruces el Bosque», eran las primeras palabras que los padres enseñaban a sus hijos

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«No cruces el Bosque», eran las primeras palabras que los padres enseñaban a sus hijos.

Y así, lo primero que los niños aprendían era a tener miedo.

Siendo aún muy pequeño, Gaspar Skov comprendió que franquear la línea que dividía la ciudad del Bosque estaba rotundamente prohibido. Era algo que la gente asumía con indolente normalidad, algunos incluso con alivio, como si sugerir lo contrario fuera inconcebible. Nadie iba por allí hablando sobre los Bosques con abierto interés, a menos que estuvieran locos o solo quisieran provocar.

Su hermano mayor, Samuel, siempre había sido un provocador.

—¿Los comerostros realmente existen? Clementina me dijo que sí. ¿Tú crees que hay comerostros en los Bosques, Samuel?

El adolescente, echado sobre el sofá, apartó la atención de su libro y su cuaderno de apuntes para mirarlo. En el cristal del cronovisor, suspendido como una gran esfera oval sobre ellos, un periodista advertía sobre el aumento de los piratas aéreos en las citadelas de la zona costera.

—Puede ser —Su hermano adoptó una seriedad solemne, incluso reflexiva. Nunca le hablaba con condescendencia—. Por ahí leí que algunos exploradores británicos tuvieron contacto directo con esas criaturas, y que incluso los dibujaron de forma detalladísima en sus diarios. Qué lástima que esos diarios se prohibieran. Me encantaría conseguir uno.

—¿Los exploradores llevaban diarios?

Samuel sonrió al ver la expresión ilusionada del niño.

—Eran diarios ilustrados, llenos de anotaciones sobre las plantas y bestias que encontraban. Aunque ellos preferían llamarlos «bitácoras de exploración científica».

Entusiasmado, el niño se encaramó sobre el sofá para preguntarle más cosas, mientras su madre, Leticia, los observaba con una pequeña sonrisa desde el taburete en el que se había sentado para tocar música en su reluciente pianófano.

La mujer lo había heredado de su abuela, una pianofonista famosa de la cual heredó también su talento natural para la música. A Gaspar siempre le gustaba escuchar a su madre tocar, sobre todo cuando Samuel le contaba historias.

Cerca de la chimenea, donde un fuego alquímico de ligero tono azul flameaba con suavidad, el menor de los tres hermanos, Bastián, armaba una pequeña locomotora voladora con su colección de micropiezas. El niño de tres años no prestaba atención a nada más.

Gaspar, sometido ya por su creciente entusiasmo, no podía dejar de hacerle preguntas al mayor:

—¿Cómo crees que son los comerostros de verdad? ¿Los arbóreos los montan? ¿Son inofensivos o peligrosos?

—No sé si deba decírtelo —dijo Samuel, jocoso—. Podrías tener pesadillas después.

—Yo no me asusto —declaró Gaspar, un poco ofendido.

No cruces el Bosque (I)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora