16 - Cuentos y moralejas

16.2K 2K 4.4K
                                    







Recostado sobre su rama favorita del sauce blanco, Ari bostezó mientras jugueteaba distraídamente con su dedal de plata y dejaba navegar la mente entre viejos recuerdos. Luego depositó la mirada sobre Blum, que corría de un lugar a otro, saltando y agazapándose entre la hierba y los matorrales.

El gato carpintero había decidido dedicar las siguientes horas a perseguir un burlesco enjambre de gologs, a quienes el niño Skov había descrito como hipocampos voladores en su libreta. No estaba muy seguro de qué significaba hipocampo, pero la palabra le había gustado. Sonaba bien. Y planeaba preguntarle, apenas lo viera, de dónde la había sacado.

Si es que volvía, claro.

Permitió que una sonrisa torcida se le dibujara en los labios. ¿Pero qué pensaba? Por supuesto que ese pequeño ratoncillo regresaría al Bosque. Lo sabía por el brillo de sus ojos cada vez que una criatura exótica aparecía frente a él. Su irrefrenable curiosidad lo arrastraría allí sin remedio, igual que las notas de su flauta mágica o el engañoso aroma de esa horrenda casa de dulces que devoraba a los infantes desprevenidos en el Bosque de la Gran Yaga.

Después de un rato, sacó su reloj de arena eterna y calculó el tiempo. El niño ya debería haber entrado. Se estiró, dilató las pupilas y agudizó el oído. Luego recorrió perezosamente la linde del Bosque por encima de los laberintos de ramas hasta que lo vio charlando de forma tímida con un trauco.

Ari maldijo entre dientes. ¡Tan problemático! ¿Por qué siempre tenía que atraer a otras sabandijas? Chasqueando la lengua, se transportó hacia allí para evitar que el pequeño Skov hiciera algo estúpido.

Al aparecerse frente al niño, este lo miró sin poder disfrazar su sentimiento de alivio y, de forma inconsciente, se apegó más a él.

Ari giró su rostro con hastío hacia el individuo que había estado molestándolo, un hombrecillo repugnante con un largo sombrero de paja y piernas terminadas en muñones, con los cuales caminaba equilibrándose. Su piel era escamosa, como la madera podrida, y tras su larga nariz aguileña asomaba una boca ancha de dientes torcidos.

—¡Largo de aquí, mierda de rata! —le espetó—. El niño está bajo mi protección. Y más te vale que los tuyos empiecen a enterarse de esto. No tengo paciencia para repetir mis órdenes.

El horrendo sujeto se aferró con expresión medrosa al mango de su enorme hacha de piedra, haciendo torpes reverencias.

—Claro, como usted diga —murmuró, arrastrando una voz carraspera—. No estaba haciéndole nada. Nada malo, ¿cierto? Solo jugábamos a los acertijos, ¿verdad, niñito?

—Y más te vale que las fiuras también se mantengan lejos de aquí. No pienso repetirme, trauco.

El individuo tropezó, pero sin llegar a caer, y murmurando algo entre dientes, se alejó de allí a toda prisa hasta perderse entre los matorrales. Gaspar lo miró con la frente un poco arrugada.

—¿Trauco?

—Solo viven en los Bosques de esta zona y los valles de Ñelmapu que están más al sur. Los hombres los vemos tal cuál son, pero si se cruzan con una mujer, ella pensaría que es el tipo más guapo que ha visto nunca—Ari soltó una risotada—. Solo cuando el trauco consigue dejarlas embarazadas, el hechizo se rompe y ven su verdadero aspecto. ¡Algunas se mueren de la pura impresión! Alégrate de que eres varón.

Gaspar asintió, aliviado.

—¿Y qué son las furias?

—Las fiuras son como las traucos, pero hembras —Ari se estremeció, poniéndose muy serio al ser asaltado por un recuerdo desagradable—. De esas sí que tienes que cuidarte.

No cruces el Bosque (I)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora