9- El inventor y su sobrina

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Al igual que muchas de las viviendas de los Suburbios, la casa de Clementina estaba construida de forma irregular; dos chimeneas y numerosas tuberías de tamaños variopintos se retorcían las unas con las otras en un caos enmarañado, conectándose co...

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Al igual que muchas de las viviendas de los Suburbios, la casa de Clementina estaba construida de forma irregular; dos chimeneas y numerosas tuberías de tamaños variopintos se retorcían las unas con las otras en un caos enmarañado, conectándose con los aleros, los brisos del techo las casas aledañas.

Los gatos callejeros solían rondar la casa, encaramándose en los balcones o poniéndose de acuerdo para agruparse en fila casi militar sobre el borde del tejado; siempre escrutando a los que entraban y salían de la carnicería de don Lionel Alegría.

—Te ves más tostado —Fue saludo del padre de su amiga cuando lo vio aparecer por la entrada del local, sonriendo bonachón—. ¿Sigues dibujando mucho?

Gaspar le devolvió la sonrisa y asintió. Le caía muy bien. Siempre estaba contando chistes y a veces le regalaba jamón acaramelado, aunque solía sentirse un poco tímido en su presencia. Probablemente, los enormes músculos de sus brazos, las cicatrices de su cara y sus casi dos metros de altura tuvieran algo que ver. También era un profeso de la religión sedna.

—Mi hija acaba de subir a la casa. ¡Por la Gran Marea! No sé de dónde saca tanta energía esa chiquilla, pero la mitad de las veces que la veo, está corriendo como si hubiera un tsunami o moviéndose como un pez recién sacado del agua. Antes de que te vayas, te pasas aquí para que te dé unas costillitas de cerdo que me sobraron. Ya sé que a tu abuelo le gustan.

Gaspar le dio las gracias, salió de la carnicería y abrió la puerta que estaba al lado, revelando una larga y estrecha escalera de madera. Pero apenas puso el primer pie en el segundo piso, fue arrollado por uno de los hermanitos menores de su amiga, Ian.

El niño lo miró con los ojos muy abiertos mientras los otros dos mellizos aguantaban, nerviosos, las ganas de echarse a reír.

—No me dolió nada, para que lo sepan —les dijo Gaspar.

—¡Mira mi catalejo! ¡Mira! —le dijo uno.

—¿Me haces un dibujo?

—¿Me haces un dibujo a mí también?

Mientras los tres lo rodeaban, tirando de las mangas de su camisa y mostrándole los juguetes que les habían regalado a los mellizos en su cumpleaños, Clementina asomó la cabeza por la escalera que conducía al tercer piso, apremiándolo.

—¿Qué haces, tonto? Sube y deja a esos pesados.

Cuando los niños empezaron a quejarse, Gaspar abrió su mochila, sacó uno de sus cuadernos y rasgó dos páginas llenas de dibujos de animales.

—Se los doy.

—¡Wooah! ¡Un caballo con alas!

—¡Déjame verlo!

Gaspar subió al tercer piso, donde se encontraban las habitaciones de los miembros de la familia, y luego por una escalera mucho más pequeña que dibujaba una espiral de hierro, conectándose con una trampilla.

No cruces el Bosque (I)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora