El castillo, encaramado sobre un desfiladero de peñascos puntiagudos, se dibujaba contra un cielo de tonos plomizos como un enorme pájaro nocturno. Eso fue lo primero que Gaspar vio al tocar tierra firme, boquiabierto, mientras un fuerte soplo de viento helado que transportaba un olor difícil de identificar, entre moho y algo chamuscado, lo hacía estremecer.Los árboles circunvalaban el castillo extendiendo sus ramas igual que codiciosas garras, pero sin llegar del todo a superar la altura de las numerosas torrecillas. Al mirar a su alrededor, comprendió que estaban en un desfiladero tan alto como el otro, pero mucho menos escarpado, y que entre ambos se extendía un puente repujado en la mismísima piedra.
Ari, detrás de él, le advirtió que permaneciera siempre a su lado.
—No cruces el puente solo.
Gaspar le preguntó por qué y el otro, chasqueando la lengua con irritación, zanjó el tema diciéndole que hiciera lo que le decía y dejara de hacer tantas preguntas. El niño arrugó la frente, pero no protestó, y lo siguió a través del puente que conectaba el Bosque con aquel apoteósico castillo que le hacía recordar ciertas ilustraciones de los libros de su hermano.
Sintió que se le erizaba el vello de la nuca entre más se acercaban. El castillo gritaba un estado de completo abandono; torreones recubiertos por innumerables enredaderas marrones; añosas capas de musgo trepando por los muros delanteros, todos ellos coronados por ornamentos de hierro que culminaban en afiladas puntas.
Ari se detuvo, sin hacer el amago de tocar la gigantesca reja oxidada. Pero no necesitó hacerlo, pues las puertas se abrieron por sí mismas, como si una mano invisible las empujara, dejando escapar un chirrido lastimero. Gaspar alzó la cabeza para observar los dos dragones de piedra que custodiaban desde las alturas del muro, a ambos lados del portón de hierro; sus miradas pétreas perdidas en la nada. No quiso imaginar cómo se verían durante la noche.
Entonces pensó, con diversión maliciosa, qué cara pondrían sus padres si supieran donde se encontraba. Se sentía demasiado emocionado para sentirse culpable. ¡Era como entrar directamente en una aventura de novela!
Olisqueó de nuevo, curioso por el olor a chamuscado.
—Ari, ¿quién puede vivir aquí?
Si el otro pensaba responder o no, no tuvo la oportunidad de hacerlo, pues un ensordecedor rugido cortó en ese momento el silencio. Gaspar ahogó un grito de pánico, trastabillando hacia atrás, cuando una imponente figura oscura alzó el vuelo desde la torre más alta, encaramándose como una araña sobre las cornisas de las almenas inferiores antes de extender dos largas alas de murciélago.
Gaspar ni siquiera se atrevió a parpadear.
"¡Un dragón!" pensó, aterrado; la emoción previa barrida por el pánico. Sin dudarlo, dio media vuelta y se dispuso a emprender la huida, pero los dedos implacables de Ari lo sujetaron con firmeza por la parte trasera de su camisa, casi cortándole el aire.
Ari se reía de él.
—Mientras estés conmigo, no te hará daño. Además solo eres un niño. Los niños no le interesan como bocadillo.
Las palabras del otro, en vez de aminorar su inquietud, solo sirvieron para echar más leña al fuego de su ansiedad. Gaspar sentía las piernas hechas de lana cuando el enorme dragón azul oscuro aterrizó frente a ellos, haciendo temblar el piso y entrecerrando sus humeantes fosas nasales. Las escamas relucían como el zafiro y sus filosas pupilas de reptil, engarzadas en iris verde esmeralda, se clavaron sobre ambos como una peligrosa sentencia de muerte. Un sonido profundo, ronroneante, escapó entre su hilera de colmillos cuando entreabrió el hocico, insinuando una sonrisa.
ESTÁS LEYENDO
No cruces el Bosque (I)
FantasyEn un mundo alternativo dominado por el Imperio Británico, Gaspar Skov creció escuchando que nunca debía adentrarse en el Bosque: estaba absolutamente prohibido. Su hermano mayor lo cruzó prometiéndole que volvería al amanecer, pero nunca regresó a...