La noche blanca (parte II)

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Cerró el trato dando la mano a Tytus, contento con la cantidad que había ganado aquella noche, ya tintineando en una bolsa de arpillera. Al separarse vio que toda su ropa brillaba con diferentes colores; sería maravilloso intentar pasar inadvertido con todo aquello pegado a la ropa.

—Siempre es un placer hacer negocios con tu taberna, Tytus —dijo con una sonrisa felina, agarrando con fuerza la mano del tabernero.

—Eres un maldito ladrón y algún día pagarás por ello, chaval —Tytus escupió al suelo, lejos de ambos–. Pero hasta entonces...

—Hasta entonces seamos dichosos ambos —terció Kaleb, atento a la expresión de aquel hombre. Si perdía aquella taberna apenas podría sobrevivir a lo largo del mes—. Esa chica no iba a gastarse nada en bebidas, y menos en... personas de moral distraída.

Tytus enarcó una ceja al escucharle.

—¡Anda y vete ya! —le gritó, aunque Kaleb fue consciente de que su tono no transmitía la agresividad de alguien que le odiaba, sino de alguien cómplice. Amaba a los cómplices.

En cuanto se separó de Tytus se acercó a la barandilla, observando el paisaje desde la azotea. Ivanich se estiró en su cuello, acercándose a su mano. Kaleb sacó la pequeña bolsa con su comisión. El rostro del drega pareció sorprendido, mostrando una extraña sonrisa.

—Luego nos vemos —indicó, dejando la bolsa agarrada en los colmillos de su mascota.

Observó cómo el drega desplegaba sus alas, planeando sin dificultad y alzando el vuelo. No entendía cómo la gente no quería tener una mascota como aquella a su lado.

Bajó a toda velocidad, perdiéndose entre la gente y dirigiéndose a la salida con agilidad. Sus prendas coloridas llamaban la atención de la gente, aún vestida con un blanco limpio, y quizás llamaba la atención de quién no debía; rezó al dios Rai y a la diosa Kali, ambos de la suerte y la fortuna, para que no tuviera ningún enfrentamiento desafortunado.

Salió en pocos segundos de la taberna. Cuando respiró el aire del exterior y sintió el olor salobre del mar, creyó estar a salvo. Hasta que algo le empujó por detrás, tirándolo al suelo. Maldijo a sus dioses, preparado para rodar e intentar huir. Pero lamentablemente una mano consiguió agarrarlo del cuello.

—¿Y tú adónde te crees que vas? —siseó una voz enfurecida por encima de su cabeza.

Kaleb le dedicó una sonrisa demasiado artificial, y agradeció que su mascota tuviera el dinero y no él. Mostró las palmas de las manos en señal de inocencia, interpretando un papel de inocente y confundido.

—Por los dioses! —dijo en alto—. Creo que se ha equivocado de persona. No entiendo el placaje, señorita. Iba a mi casa, cansado de esta fiesta descontrolada...

Yara entrecerró los ojos y dirigió una mirada rápida hacia los dedos de él. No sería la primera vez que se ocupaba de alguien de su calaña, pero su misión —si es que aún podía considerar que existiese, ya que había perdido de vista a su objetivo y no estaba segura de poder volverlo a localizar si se le ocurría abandonar el local— consistía en ser discreta; y hacer que un pelele como aquel empezase a gritar en medio de aquella plaza, rodeada de borrachos, no era un buen plan. Sin embargo, aquello no mitigaba el enfado producido por sentir que se estaba riendo de ella en sus narices.

—¿Ah no? —inquirió con voz falsamente melosa, retorciendo un poco más el cuello de la camisa del joven—. Entonces, ¿me vas a decir que nuestro encuentro de antes fue casualidad? ¿Un "inocente" choque entre dos desconocidos? —recalcó especialmente el calificativo, quedando a la espera de su respuesta con el rostro a pocos centímetros de distancia del suyo.

Kaleb encogió los hombros, intentando respirar con naturalidad y no parecer asfixiado por la situación. Literalmente. Entrecerró los ojos, sintiendo cómo su corazón bombeaba a toda velocidad. ¿Quién le había mandado robar a una muchacha así?

—Bueno, señorita, tengo que admitir que el encuentro no fue casualidad. Pero mis intenciones son lejanas a robar su bolsa, que los dioses me crean. Se me da mejor robar otras cosas —enarcó una ceja, seductor—. ¿Quiere que entremos, nos tomemos algo y... solucionemos este malentendido?

—No he dicho que me hubieses robado, pero gracias por confirmarlo —murmuró entonces Yara, sin poder creer que aquel ladronzuelo fuese tan bocazas. Acto seguido, mientras tiraba de él para incorporarlo y sin soltar la camisa, aferrada en su mano izquierda, empezó a cachearlo con la mano derecha. Pero enseguida tuvo que desistir rápido, frustrada. Fuese como fuese, no la tenía encima—. ¿Dónde está? —rugió dándole un empujón pero sin aflojar la presa de su puño izquierdo—. Maldito canalla. Juro que cuando lo descubra te buscaré y te despellejaré vivo.

—Vaya —consiguió decir Kaleb, desistiendo de parecer galán y agarrando las muñecas de la chica, intentando aflojar la presión—. Creo que ahora puede despellejarme y todo lo que quiera. Pero debajo de mi piel no tengo nada suyo. Por ahora.

Yara sintió cómo los colores subían gradualmente a su rostro al tiempo que se liberaba con un gesto brusco de sus manos. Aunque tuvo una extraña sensación al notar su piel en contacto tan próximo, desechó enseguida cualquier pensamiento que no fuese intentar tranquilizarse.

Estaba claro que no podría sacar nada de aquel malnacido, pero eso no era definitivo; no había nada que unos matones a sueldo discretamente enviados a aquel rincón perdido de Hantu no pudiesen conseguir. Así pues, optó por incorporarse, respirar hondo por la nariz y replicar:

—Tienes suerte, maldito canalla, de que hoy no esté interesada en ladrones de poca monta como tú —y tras mostrar una peligrosa media sonrisa, agregó antes de volverse hacia la taberna—. Pero créeme: volverás a saber de mí.

Llevando un cuchillo siempre bajo la ropa, no temía que alguien como él pudiese hacerle nada. Pero tenía algo más importante que hacer... aunque supusiera cambiar de táctica.

Kaleb asintió, recibiendo la amenaza tirado en el suelo, cogiendo aire. Aún tenía las manos levantadas, sin apartar la mirada de los ojos verdes de la chica. No la había visto antes, pero ahora no la olvidaría. Como la encontrara en algún otro rincón de Ibisha, huiría de ese lugar sin problema. Aquello no era cobardía, era una decisión inteligente. Vio cómo se alejaba a la taberna.

—¡Señorita! —le gritó, consiguiendo que se diera la vuelta unos segundos. Sonrió, sabiendo que había ganado la batalla. Económicamente hablando—. En mi ciudad tenemos una costumbre ancestral. Cuando juramos la muerte o desgracia de alguien, tenemos la fea manía de decirnos el nombre —se levantó con dificultad, aunque ya no intentaba aparentar estar bien—. Mi nombre es Kaleb. ¿Y el suyo?

Yara, tensa como una vara, en efecto frenó en seco antes de girarse por completo para mirarlo y mostrar una mueca enigmática. ¿Él pretendía parecer un galán? Bueno, ella no perdería el tiempo en parecer una damisela.

—En mi tierra tenemos la mala costumbre de ser honorables —contraatacó— pero te dejaré que intentes averiguarlo... —respondió—. Aunque no te conviene. Eso dalo por hecho.

Y, acto seguido, se adentró definitivamente en la taberna, sin querer pensar en lo que sucedería si su padre se enteraba de que había fracasado en su misión y, al mismo tiempo, sin poder sacarse aquellos ojos verdes de la cabeza.

Yara y Kaleb: las guerras de HaimürynDonde viven las historias. Descúbrelo ahora