El viaje hacia Myah (Kaleb III)

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Su equipaje consistía en un hato de ropa, con una pequeña caja de madera tallada donde guardaba todos sus objetos de valor. Finalmente había quedado con Ivanne en el puerto de la isla, situado al este; allí cargarían a los caballos y se dirigirían a la costa del continente. Sentado en uno de los bancos, acariciaba a Ivanich con la mirada perdida en el agua, sintiendo un extraño vacío al observar su equipaje. Nunca había tenido más, ni lo había deseado, pero a veces la realidad le golpeaba como si de un enemigo se tratara. Ivanich levantó su pequeña cabeza, ahora teñida de un color azulado, y le observó con sincera curiosidad, consciente de que a su dueño le pasaba algo. Kaleb simplemente sonrió, cubriendo la cabeza de su mascota con la mano y meneándosela para jugar con él.

         —Ivanich, empiezan las aventuras —le informó con tono animado.

         En unos minutos apareció la comitiva de Ivanne: sus compañeras eran cuatro mujeres que no parecían muy contentas con su incorporación. Kaleb se levantó para recibirlas, con una sonrisa cortés, pero disfrutando de la tensión que había entre ellos. Sería un viaje muy agradable, y se convenció, a sí mismo, de que aquellas mujeres le iban a profesar algo de cariño cuando sus caminos se separasen. Ivanne miró a Kaleb, enarcando una ceja en señal de incredulidad. Le señaló, mirando a sus compañeras.

         —Le conocéis de la noche anterior, pero ayer estaba desesperado por ocultarse de unos matones. Nos va a acompañar, por lo menos hasta la ciudad de Myah.

         —¿Matones? —la que habló fue la más alta de las mujeres, de pelo dorado y musculosa. Ocultaba su forma física bajo una capa de colores claros, con el emblema de un ciervo preparado para atacar. ¿De dónde era ese blasón?— ¿Y pretendes que venga con nosotros?

         —Los matones ya se han marchado, milady —Kaleb hizo una pequeña reverencia, sintiendo cómo el cuerpo de Ivanich se tensaba para agarrarse a su cuello, sorprendido por el movimiento— y yo soy buen luchador. Podré defenderos.

         La mujer no contestó: mantuvo una expresión neutra en su rostro hasta que mostró una leve sonrisa, que se esfumó en pocos segundos. El resto de sus compañeras acabaron aceptando a Kaleb, aunque fue consciente de las miradas de reproche que se dirigían a Ivanne.

         Tomaron el último barco que salía de Ibisha, rumbo a la ciudad de Myah: sería un viaje corto, de apenas una noche, pero Kaleb sabía que seguiría acompañando a Ivanne. Se despidió de la isla en silencio, observando el mar de luces e intentando recordar los aromas del lugar. Ivanich alzó el vuelo, no muy convencido con el viaje en barco.

         —Te gusta no ser bienvenido, ¿Verdad? —escuchó decir a Ivanne, tras él. Controló el respingo de sorpresa, girando la cabeza lentamente, con una mirada socarrona. La muchacha se acercó a él, con los brazos cruzados—. No has caído muy bien entre mis compañeras.

         —Por lo visto, acerté muy bien la noche anterior —murmuró, acercándose a ella y quedándose a apenas centímetros de su rostro— ¿Saben que voy a continuar el viaje con vosotras?

         Ivanne le restó importancia con un gesto de mano, manteniendo una sonrisa de despreocupación en su rostro. Kaleb la observó en silencio, deseando estar bajo el amparo de un techo y un jergón decente. Escuchó cómo los marineros de la pequeña barcaza daban indicaciones, siguiendo un trayecto que realizaban todos los días.

         —Las convenceré esta noche, así que me tienes que dejar libre —Ivanne se separó ligeramente de Kaleb, evitando su abrazo— ¿Podrás dormir sin mí?

         Kaleb imitó su gesto de indiferencia, aunque con ironía.

          —Lo veo difícil, pero puedo intentarlo.

         Ivanne le dejó en la cubierta, paseando su mano por la espalda de Kaleb y terminando en su cintura. Quizás un poco más abajo, lo que hizo que Kaleb sonriera con picardía. Lamentablemente allí se quedó con su sonrisa, contemplando la negrura del agua en una noche donde la luna yacía oculta por las nubes. Se dio la vuelta, suspirando para calmarse; los marineros se habían reunido en el mástil principal de la barca, y por lo que veía, dormirían en cubierta, si es que podían dormir en un viaje tan corto. Se acercó a ellos, sentándose en uno de los barriles, con despreocupación. Uno de los marineros le miró con curiosidad, aunque Kaleb fue más rápido.

         —Debe daros pena abandonar Ibisha todas las noches. Sobre todo porque es cuando se pone interesante —se reclinó ligeramente, cruzándose de brazos, sin observar la bebida y la comida que estaban compartiendo. Tenía hambre y poco dinero.

         Aprovechó a los marineros más borrachos de la tripulación para granjearse su amistad, lo que le hizo acabar con una jarra de cerveza en la mano y un trozo de carne en la otra.

         —Myah ni siquiera tiene dos tabernas decentes —espetó uno de los marineros—. Olut está decayendo, y los guardianes no hacen nada para evitarlo.

         Kaleb asintió, aunque la política no le interesaba: tan sólo sabía que Olut era una república, y que los guardianes se elegían mediante una votación en la que nunca había participado. Gracias a esas votaciones surgían dos estamentos: el guardián de la vida, encargado de casi toda la actividad rutinaria de los pueblos de Olut, y el guardián de la muerte, quién controlaba al ejército y a los espías. Unos creaban las espadas; los otros las utilizaban para matar.

         —Yiri es un buen guardián —murmuró el más anciano de los marineros, embriagado desde el principio del viaje— pero tiene malos pilares. Se dice que muchos de esos pilares apoyan las batallas de Vlinder contra nosotros.

         Kaleb dirigió una mirada taimada a sus compañeros, quienes no evitaron mostrar la sorpresa al escuchar tal acusación. Observó cómo uno de sus compañeros se erguía, preparado para un enfrentamiento físico. Kaleb aprovechó ese momento para intercambiar su jarra de cerveza, ya vacía, por la del muchacho.

         —¡No puedes acusar a los pilares de Olut de eso! ¡Es una locura! Yiri apenas mantendría el poder y las defensas del reino si no fuera por el guardián Aloh. Él es quién limpia los trapos sucios.

         Yiri, Aloh. Kaleb bebió sin mucho interés, conociendo los nombres de los guardianes, asqueado por las intrigas políticas. Ningún soldado, guardián o pilar de la república le había ayudado en nada, excepto para darle más problemas. El mejor gobierno era el de uno mismo.

         La conversación cada vez iba subiendo más de tono, lo que hizo que Kaleb aprovechase para comer la poca carne que quedaba. Los marineros ignoraban hasta la bebida, demasiado alterados. Los más jóvenes parecían criticar a Yiri, el guardián de la vida, por dejar que los pilares de su guardia le manipulasen, alabando, casi a niveles divinos, el trabajo del guardián de la muerte, Aloh. Los ancianos, quienes habían esgrimido una espada para luchar de verdad, no parecían tan interesados en Aloh. Cada uno luchaba por su interés.

         Y Kaleb siguió comiendo, con las piernas cruzadas y tumbado en el suelo, apoyado en el barril. Quizás estaba equivocado, ya que fuera de Ibisha también había espectáculos dignos de ver.

Yara y Kaleb: las guerras de HaimürynDonde viven las historias. Descúbrelo ahora