Un estúpido acuerdo (Kaleb V)

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Belina. Si debía definir la ciudad lo haría con dos simples palabras: humedad y sobriedad. El viaje hasta allí había rozado lo insólito: se había recluido en su propia cabeza, en sus historias y en sus ideas por las ciudades y caminos que habían visitado. Ivanne, con quién compartía cama de vez en cuanto, no le decía nada. Alguna de sus amigas siempre seguía sus pasos, comprobando que no se escaparía con la información que poseía, y ambos estaban de acuerdo en desaparecer un rato de la vida del otro.

Visitó todas las tabernas que unían su Myah con Belina, dejando su marca personal, o mejor dicho llevándose lo que ahora iba a ser suyo. Sonrió levemente mientras paseaba por las calles amplias y empedradas de Belina, recordando algunas de las mejores noches que había vivido en mucho tiempo.

Vlinder tenía honor, pero solo hasta que la noche caía.

—¡Kaleb! —Escuchó la voz de Ivanne a su espalda. Detuvo al caballo, acariciándose las cuencas de los ojos con cuidado, sintiendo la vista y todo su cuerpo cansado. Abatido por la noche y por ella.

Pese a que había paseado por su cuerpo durante aquellas semanas, Ivanne seguía siendo mágica para él: un cuerpo esbelto, fuerte, fuera de los cánones de belleza propios de su tierra, si podía decir que tenía. Se mordió el labio, provocándose dolor y recordando el acuerdo que tenía con ella. Se encorvó, recordando que hoy conocería a su futura esposa. Que sería Mamfret.

—Tenemos que ocultarnos de las calles principales. Hay que vestirte para la ocasión, prepararte... —se tapó con un pañuelo que llevaba en el cuello, cubriéndose hasta las mejillas— y me pueden reconocer.

Llevaba semanas asintiendo como un tonto, haciendo su papel: hasta había evitado sentirse astuto cuando salía por la noche, siempre vigilado por Nia, una de las guardaespaldas de Ivanne. Siempre estaba detrás, oculta en un rincón, interesada, pero alejada. Había pensado en ganarse su confianza, pero era mejor que ellas creyeran que él no era consciente de su espionaje.

Le llevaron hasta una casa de piedra blanca y bien decorada, donde Ria, otra de las chicas, abrió la puerta sin mucho interés. Nia se quedó cerca de la puerta, contemplando su alrededor, mientras Ivanne y él se metían. Fue Ivanne quién cerró a su espalda.

Kaleb contempló la habitación con rapidez, acostumbrado a tener que identificar las salidas y los recursos de una sala en poco tiempo. Se irguió, alejándose de la puerta y de la chica. Cada vez estaba más en contra del plan, pero ya allí no tenía otra alternativa.

—¿Alguna duda sobre tu papel? —preguntó Ivanne, con seriedad.

Lo habían estado repasando durante todo el viaje, en su tienda de campaña. Él prestaba atención a cambio de descansos divertidos, e Ivanne parecía de acuerdo de su plan.

Kaleb levantó el mentón, una pose típica de Vlinder, sobre todo de los nobles. Se apoyó en un aparador con movimientos medidos y gráciles. Ivanne sonrió con orgullo, aunque lo que ella no sabía era que ella no le había enseñado nada nuevo.

—Mi nombre es Mamfret Illea, duque menor en Yea, un pueblo sureño cerca de la frontera con Olut. Mis tierras son ricas en acar y en nupa, dos flores que crean un aroma perfecto para velas. No es el negocio más boyante que existe, pero sí mantiene mi economía y la hace crecer... —Kaleb se pasó la mano por la garganta con delicadeza, apartándose el cuello de la camisa—... y ahora me centro en otras cosas.

Respiró hondo, contento con el resultado, cómodo con el papel que adoptaba: no era la primera vez que se había hecho pasar por quién no era, así que simplemente había que cambiar algunos matices. Ivanne le midió desde los pies a la cabeza, satisfecha.

Yara y Kaleb: las guerras de HaimürynDonde viven las historias. Descúbrelo ahora