Capítulo VIII

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El informante continuó escribiendo en su ordenador, sin percatarse de que era escudriñado.

A decir verdad, Namie encontraba extraño que Izaya, con el paso de los días, se mantuviera durante mayor tiempo guarecido en el interior de su departamento que vagando por las calles. De hecho, las contadas ocasiones en que Izaya abandonaba su escritorio era cuando decidía atosigar a Shizuo, siguiéndolo sin que éste lo supiera (la mayoría de veces, de lo contrario, ambos lograban ganarse el odio y el miedo de los citadinos).

Exasperada, la joven soltó un suspiro y se marchó del lugar sin antes hacérselo notar a su jefe.

«Quizá Ikebukuro goce de esta nueva actitud, pero a mí me pone de los nervios.»

Izaya apenas alzó la mirada cuando escuchó a la puerta cerrarse y después pasó sus dedos por ambas palmas, todavía en carne viva.

«Shizu-chan es desesperantemente rutinario: todos los días desayuna (leche, ¿huh?), se dirige al trabajo, mole a golpes a cualquiera que se tope en su camino, come y se queja con su sempai, repite lo hecho horas antes durante la recolecta de adeudos y retorna a su casa... Y volvemos a empezar.»

«A este paso, terminare por concluir que sus llamadas "muestras de bondad" se reducen a cuando se reúne con sus conocidos y, entre estos, yo no puedo incluirme.»

Izaya dejó de herirse las palmas cuando leyó lo escrito en la cara trasera del naipe.

«Hum.»

«¿Ya será tiempo de recurrir a otros medios...?»

El informante les dio un vistazo a los logotipos de la sala de chat, pero finalmente negó con la cabeza.

«Cuando recurra a "Roppi" será porque he decidido no esforzarme más.»

«Lo que espero no sea equivalente a una rendición de mi parte.»

«No sería inteligente usarlo todavía.»

Pero, aun cuando se propuso a seguir con lo dicho, Izaya optó por lo último.

El motivo que tuvo no fue otro sino el cansancio acumulado durante las últimas dos semanas.

Y quizá algo más.

La atención de Izaya se posó nuevamente en la carta cincuenta y cuatro, aunque pensó además en otras dos.

Luego canturreó y cerró los ojos.

—Tic, tac...

...

Cuando regresó a Shinjuku una hora más tarde, la pinta de Izaya no le gustó a Namie, pero no le espetó nada. La mujer se limitó a dejar sobre el escritorio, a un lado del ordenador, una bolsa en cuyo interior estaba una orden de oloroso atún (que, en su opinión, era todo menos apetitoso). Para suerte de Namie, Simon recordaba perfectamente lo que cada uno de sus clientes solía pedir de tal modo que no se vio en la «penosa» necesidad de preguntarle directamente al informante.

Aun así, ella sabía que Izaya encontraría llamativo el gesto.

Namie acertó.

—Sin contar a tu hermano, no pensé que alguien pudiera importarte, sea cual sea el motivo que tengas, Namie-san —dijo Izaya dándole un vistazo al contenido de la bolsa.

—No se trata de eso. Si quieres una explicación, te diré que sólo estoy procurando mantener este trabajo —dijo y luego no pudo evitar comentar un reciente rasgo de Izaya—: ahora que has reducido tus comidas a solamente una al día, no encuentro tan fastidioso conseguirla —dijo Namie esquivando la mirada del otro.

El día a día de Izaya OriharaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora