Mi viejo balcón

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No recuerdo exactamente mi edad cuando comencé a verla, más bien me parecía que siempre había estado ahí. Yo era pequeña y hablaba poco, pasaba casi todo el tiempo sentada en el balcón de mi habitación. Era lindo, con una baranda de metal muy vieja de la cual colgaban dos macetas de cerámica con flores blancas y rosas que regaba todos los días. Como mi madre no me dejaba recargarme en la baranda, decía que era muy vieja y podía caerse, simplemente me sentaba en el suelo y contemplaba el mundo a través de los delgados barrotes negros y oxidados. Más abajo se encontraba un patio de baldosas rojas como el atardecer y, unos metro más adelante, el jardín cubierto de césped verde y fresco, salpicado de pequeños arbustos de flores.

Era en ese balcón que yo la veía siempre. Mientras mi mudo ser contemplaba el horizonte sin decir palabra, la joven se acercaba mí y me miraba con una intensidad aterradora. Un suave vestido blanco la cubría y se alborotaba entre sus piernas, movido por una violenta brisa que no existía. Sus grandes ojos me contemplaban como si me conocieran, como si hubiéramos vivido juntas; y también me miraban con horror, como si la intrusa, como si el fantasma, fuera yo. Pero yo no sabía quién era, solo era la mujer que se aparecía todas las tardes en mi silencioso balcón. Para mí era «La mujer del balcón», para mi madre era una «amiga imaginaria», para mi padre era una «fase» y para mi abuela era un «fantasma». Ninguno tuvo la razón al final.

Yo, silenciosa, la miraba cercarse e intentaba hablarle, pero en cuanto me giraba para verle la cara, ella se estremecía, se tropezaba con sus propios pies y caía del balcón. Si en verdad era una visión, entonces mi mente era un mundo oscuro y macabro, pero si no lo era, entonces era simplemente el alma de una mujer que todas las tardes revivía su muerte una y otra vez. Para mí era lo más razonable, al menos dentro de mi muda imaginación.

Los años pasaron. Fui creciendo tanto en altura como en madurez, y poco a poco, el fantasma de la mujer desapareció por completo de mi balcón y de mi memoria. Ahora hablaba mucho más y el balcón, que había sido mi único amigo durante mi silenciosa infancia, se volvió un extraño usado únicamente para ventilar la habitación en verano. Ahora, el balcón era como un viejo con los barrotes aún más oxidados que antes, las macetas agrietadas y las flores marchitas.

Yo no recordaba gran parte de mi vida de contemplación, aunque mi madre me comentaba a veces sobre mi amiga imaginaria.

No volvería a recordar a la joven que caía, hasta un día de verano. Era media tarde, pero el cielo se encontraba tan negro como la media noche. Las nubes se abarrotaban, y el viento y el agua empujaban furiosamente contra las ventanas, como si quisieran entrar a refugiarse de la tormenta. Yo me encontraba en la habitación, tranquila, cuando el viento, harto de tocar la puerta y ser ignorado, decidió entrar por su cuenta en la recámara. Las puertas del balcón se abrieron violentamente y el furiosos aliento de la tempestad invadió mi habitación como un animal asustado.

Al cerrar de nuevo el balcón, la vi. Mi memoria se encontraba dormida en mi cerebro desde hace muchos años, pero estaba segura que de niña eso no era lo que veía todas las tardes. La imagen volvió, la de una mujer joven de vestido blanco, pero aquello que veía ahora no era una mujer, era una niña. Una niña delgada y despeinada, vestida de terciopelo verde y zapatos de charol que, sentada en el suelo, contemplaba el horizonte a través de los barrotes oxidados.

Comencé a temblar y quise gritar de terror, pero ningún sonido salió de mis labios, sellados por la extraña sensación de reconocimiento.

Mi cuerpo no quería moverse, pero lo obligué a hacerlo. Lo obligué a salir al olvidado balcón para ver quién era la extraña que no parecía mojarse con la lluvia y que contemplaba la tormenta con muda frialdad.

Me dirigí a ella hasta quedar a su altura y entonces me clavó su mirada asustada y curiosa, Me paralizó el terror. Reconocí su cara en las fotografías inmortales que la habían capturado a través de los años. La memoria de ese tiempo de silencio volvió y mis ojos reconocieron a la mujer que veía en mi balcón todas las tardes. La reconocí en el espejo que me devolvía la mirada todos los días. Entonces bajé mi rostro de inmediata para contemplar mi vestido blanco, mientras el miedo me martillaba la mente. El tiempo se había detenido en los alocados latidos de mi corazón. La niña me miraba sin poder reconocerme, sin poder reconocerse. Intentó hablar, pero justo cuando sus pequeño labios pálidos se abrieron, un relámpago partió el cielo en dos; mi mente se desprendió del recuerdo con un sobresalto y mis pies buscaron volver a la habitación, pero el húmedo suelo polvoriento de olvido me hizo caer sobre la baranda, y el viejo no pudo soportar mi peso. La baranda cedió y yo con ella. Ambas nos precipitamos hacia el patio en metal, cerámica, carne, sangre y unas misteriosas flores rosas y blancas.

Las Horas MuertasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora