Éramos solo niños cuando nos conocimos. La costumbre de vivir juntos, la compañía, el ser los únicos que nos comprendíamos, nos ayudó a superar el miedo y la timidez para volvernos grandes amigos.
Vivíamos en el bosque. El trinar de las aves, el susurro de los búhos, las canciones del viento entre los árboles, la calidez de la brisa de verano, el perfume de la tierra húmeda, la risa de las hojas secas al ser aplastadas bajo nuestro pies y la melodía de las ramitas cuando las rompíamos al correr. Esa magia era nuestro hogar, y vivíamos tan aislados, que era extraño ver a alguien merodeando por nuestro reino de lodo y musgo.
Él tenía ocho años y yo nueve. Eramos unos muchachos irreverentes y aventureros. Salíamos todas las noches bajo la pálida luz de la luna corriendo entre las rocas, saltando los riachuelos, atrapando luciérnagas, imitando a las lechuzas, cazando ranas y sapos, aullando al astro nocturno en el muelle roto y desgastado del lago. El reflejo de la luna sobre el espejo era hermoso e hipnótico. Solíamos hacer carreras hasta ahí con carcajadas, con los pies descalzos, con los pantalones cortos y nuestras camisas rasgadas. Los grillos callaban a nuestro alrededor, el lodo se hundía bajo cada paso, las ramas se quebraban con cada golpe de nuestro rostro, levantábamos una brisa fresca tras nosotros, como si estuviéramos volando.
Éramos invencibles.
También nos gustaba espiar a las personas que acampaban por la zona. Veíamos la fogata y olíamos la madera quemada a millas de distancia. Corríamos gritando y riendo hasta ahí, con toda la intención de asustar a los campistas. Al llegar, nos tapábamos la boca y reíamos entre dientes, ocultos entre los árboles, y la gente se asustaba y se ponía a buscarnos con las linternas, pero nunca daban con nosotros.
Mi amigo no hablaba mucho, pero yo no me quejaba. No necesitábamos palabras para comunicarnos, bastaba solo con una mirada de complicidad, una sonrisa, un empujón o un jalón de cabello, para entendernos perfectamente.
Años y años pasaron.
Espiábamos entre los árboles, chapoteábamos en la lluvia, contemplábamos la luna en el lago, aullábamos en el bosque, reíamos a carcajadas y tallábamos nuestro nombres en las cortezas de los árboles y malas palabras en la cabaña dónde vivía mi querido amigo, hacíamos carreras en el lodo, miles de luciérnagas atravesaron nuestros dedos, los árboles crecían, las flores nacían en primavera y se cubrían de escarcha en el invierno, el lago se congelaba y jugábamos sobre el hielo, dejando nuestras huellas sobre la helada superficie. Y, a pesar de todos esos años, seguíamos siendo los mismos de siempre: dos niños con un espíritu de aventura y una larga vida para disfrutar. La noche era nuestra tierra sagrada y nosotros, los reyes de todo lo que habitaba en la oscuridad.
Cuando nos sentábamos en el muelle, con nuestros pies balanceándose sobre el agua, recordaba el como había conocido a ese niño tan maravilloso. Me recordaba huyendo en una noche de luna nueva, sin estrellas, ni fogatas. Me recuerdo adentrándome entre la espesura del bosque y corriendo descalzo en el muelle roto y desgastado, que creía que era más largo. Caí. Lo que sea que me estuviera persiguiendo, decidió ahorrarse la molestia y dejar que el agua hiciera el trabajo por él. Me hundía, el agua entraba a mis pulmones como un ladrón entra a una casa. Un asesino helado y viscoso que me asfixiaba lentamente. Sin embargo, cuando todo se volvió negro, sentí un tirón de la parte trasera de mi camisa. Alguien me sacaba del lago. Cuando estuve en tierra firme y desperté me di cuenta que se trataba del niño que vivía en la cabaña del bosque, me había sacado de la fría oscuridad.
Recordaba eso y sonreía mientras la noche se diluía lentamente en el cielo. Cuando el amanecer comenzaba a teñir al cielo de luz, era cuando bostezábamos y nos íbamos a dormir. Pues nosotros gobernábamos en la noche, mientras que el día era para descansar. No había nadie que nos dijera lo contrario, yo había sido abandonado a mi suerte en el lago y él vivía solo en la cabaña. Quien quiera que lo hubiera dejado ahí, no se había preocupado en volver. Éramos solo nosotros dos en el reino de la luna. Por lo que cuando la noche terminaba, nos íbamos a soñar.
Todo estaba en silencio antes del amanecer, cuando acompañaba a mi amigo a su cabaña. Entrábamos en el polvoriento y reducido espacio y él bostezaba con pereza mientras se preparaba para dormir. Le ayudaba a quitar las tablas del suelo, enmohecidas e hinchadas por la humedad del tiempo, que crujían bajo mis dedos.
Una vez terminado el trabajo, contemplábamos los huesos roídos medio enterrados en la tierra. Miraba a mi amigo con un suspiro y él me sonreía y reía con el gorgoteo habitual, y yo reía con él. Siempre era gracioso verlo reír, pues era cuando la rajada de su cuello se abría como una segunda boca y parecía que sonreía con el doble de fuerza. Una vez que mi amigo se recostaba sobre sus huesos, volvía a colocar los tablones del suelo y le deseaba buenas noches, antes de salir de la cabaña para regresar al lago.
Caminaba sobre el muelle mientras la madera crujía bajo mis pasos y las estrellas iban desapareciendo del cielo, aspiraba el rocío matutino con un agradecimiento y entonces bajaba del muelle y me acercaba a la orilla del agua. Las ondas me chocaban en los pies y me hacían cosquillas entre los dedos. Observé mi reflejo azul y pálido en la superficie, mientras mis mechones de cabello empapados goteaban creando ondas que me deformaban el rostro amoratado. Solté un largo bostezo. Estaba cansado, era hora de ir a la cama.
Estiré los brazos y comencé a adentrarme en el lago. El agua me cubrió las pantorrillas, luego los muslos, la cadera, el torso, los hombros, el cuello y finalmente la cabeza. Y, aún así, seguí caminando, adentrándome en la oscuridad del fondo, en dónde mis huesos reposaban desde hace veinte años.
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Las Horas Muertas
TerrorUn compendio de relatos de terror en donde el miedo, la desesperación y la incertidumbre inundan cada párrafo. Cuentos solo para darnos cuenta que lo que menos podemos controlar es a nosotros mismos.