No te vayas

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Gritaban por todos lados. Arpías, buitres, cuervos, murciélagos, moscas; volaban a su alrededor en un tormento sin tregua, se arrastraban como ratas, serpientes, sapos, gusanos e insectos, inundaban cada momento de pensamiento que poseía.

Se cubría los oídos y rogaba porque se callaran. Las voces, los susurros, las risas, los gritos, los llantos, las burlas. Las escuchaba siempre y con mayor frecuencia en esos meses que habían pasado como una niebla en su memoria, sin poder diferenciar el día de la noche, el sueño de la vigilia, el verano del invierno, las horas de los segundos, el amanecer del atardecer.

La vida la había aturdido hasta el punto de vivir encerrada en ese lugar maltrecho y olvidado por su propia mano y la mano de Dios.

La casa se volvió poco a poco una tumba para su cordura.

Se encogía en sí misma, vestida solo con el camisón delgado, descalza y despeinada como una niña asustada; pero las vetas grises de ese cabello eran las cicatrices de una vida dedicada a huir de su propia mente y los gritos que ésta podía provocar.

Le dolía estar despierta porque el mundo no se callaba por más silenciosa que fuera esa tranquila casa de campo.

Y después de un tiempo, también comenzó a dolerle el estar dormida. Porque en la oscuridad de sus párpados el mundo era más aterrador y en ocasiones más real.

Las pastillas se habían ido descuidando en los cajones y espejos, se habían salido de sus envases, vivían entre la ropa de cama, bajo los sillones y olvidadas junto al vaso de agua.

No podía mantener un control cuerdo del tiempo y eso la asustaba, pues dudaba de sí misma y de las decisiones que tomaba día con día.

Dormía donde podía, comía cuando creía que debía hacerlo, hablaba con las voces como si fueran viejas conocidas y los días y las noches eran una mezcla homogénea en el cielo que veía a través de las ventanas de su casita en el valle.

Pero seguía sin soportar vivir así, y mucho menos, obligarlo a él a vivir igual que ella.

Él intentaba mantener sus medicina en orden a pesar de que ella las arrojara como juguetes por las escalares. La acompañaba mientras comía, sonriéndole con comprensión cuando miraba confundida el plato que tenía en frente. Reía con cariño cuando se percataba que se había puesto el camisón al revés. La abrazaba cuando se quedaba dormida en el sillón de la sala. Sujetaba sus muñecas cuando intentaba hacerse daño. Lloraba con ella en silencio, ayudándola a callar a las voces que vivían entre sus huesos y escondidas bajo su piel. La sujetaba con amor y tarareaba una canción, mientras le pedía que se concentrara en su voz. Acariciaba su cabello, dormía abrazado a ella, soportaba sus rabietas sin sentido, la veía hablar con el aire, caminar sin rumbo por la casa y mirar sin sueño a la luna blanca sentada en los escalones de la puerta.

Él se acercaba y le cepillaba el cabello, le hablaba de muchas cosas y le contaba historias, incluso si ella en ese momento estuviera en la neblina de su mente.

Después de un tiempo, entraban, ella sujeta a su mano guía, y se iban a dormir abrazados con la desesperación de un náufrago a un trozo de madera en la tormenta.

Sus vidas eran una tormenta que enfrentaban día con día. Ella el huracán, él el marinero que alza la vela y sonríe a los relámpagos.

Hubo una noche en la que ella se percató de que cada vez quedaban menos pastillas. Por más que buscó entre los cojines, armarios y tablas del suelo. Pero no importaba, porque eso parecía mantenerlo a él más cerca.

La abrazaba con más frecuencia, le secaba las lágrimas, le cantaba, le decía cosas hermosas al oído antes de dormir abrazado a ella, con su respiración contra el rostro y el aliento de la noche meciendo las cortinas del balcón abierto para la Luna.

Sin embargo, sin las pastillas, las ratas de su mente y los buitres de su afección salían de entre los percheros y esquinas, para atacar con más frecuencia.

Loas ahuyentaba con escobazos, golpes, patadas y gritos, pero cada vez era menos frecuente que se fueran, y a la vez era más frecuente que él viniera.

–¡Hazlos callar! –chillaba entre sus brazos una noche de viento helado.

–No les prestes atención, escucha solo mi voz...

–¡No me dejes!

–No podría hacerlo nunca, querida.

Le dio un beso en la frente y los gritos se volvieron murmullos en las sombras azules de la habitación.

–Recuerdo que una vez quisiste hacerlo –dijo entre lágrimas. –¡Te fuiste!

–Eso fue un error. Estoy aquí ahora, ¿no?

–No te vayas.

–Jamás podría.

–¿Por qué volviste?

–Nunca me fui, amor...

–Yo lo recuerdo.

–Volví porque te estás quedando sin medicina, y ahora no me iré nunca.

–No te vayas.

–No lo haré.

–¿Cómo puedo estar segura?

–Abre los ojos...

Y obedeció.

La lucidez había vuelto y se encontró en su cama, hecha un ovillo entre las sábanas, abrazada a los huesos viejos de un esqueleto, sus dedos aferrados a la cadera gris y fría.

Sonrió sobre los dientes sin labios.

–Nunca te fuiste.

Las Horas MuertasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora