Catrina

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Querido Antonio:

Espero que hayas recibido esta carta a tiempo y espero que no te hayas atrevido a abrir la herencia que te ha dejado tu abuelo. Me queda tan poco tiempo, Antonio. Realmente espero que puedas leer estas instrucciones antes de que sea demasiado tarde.


No debes abrir el paquete que te ha llegado bajo ninguna circunstancia, destrúyelo en cuanto lo tengas en tu poder. Si llegas a abrirlo, contáctame de inmediato y aclararé todas tus dudas, mi amado Antonio, mi nieto más querido.


Este horrible objeto ha pasado de generación en generación a todos los Arellano. Pasó a tu abuelo, José Diego, quien tuvo la terrible imprudencia de abrirlo y dejarme viuda demasiado pronto.


Su nombres es Catrina, un nombre tan hermoso como maldito. Espero que nunca tengas la desgracia de contemplarla. Espero que la vida me permita permanecer un rato más en este mundo para poder contestar todas las preguntas que tengas. En caso contrario, todo lo que necesitas saber se encuentra en tus memorias. Solo tienes que recordar aquel cuento de terror que les contaba a ti y a tus hermanas a escondidas de tu madre. Te quiero mucho, Antonio.


Atentamente. María del Carmen de Arellano.


¿Una carta? Apenas una nota apresurada.


Ésta resbaló de mis dedos temblorosos y oculté la cara entre mis manos. Quería esconderme de mi propia debilidad, pero sobretodo, quería esconderme de aquellos bellos ojos que me miraban sin parpadear.


Estaba temblando y los ojos me ardían con la desesperada urgencia de llorar a gritos. La carta no había llegado a tiempo, se había perdido y la había recibido aquel mismo día. «Lo siento», pensé con frustración. «Es demasiado tarde, Catrina está aquí.»


Portaba ropas victorianas del color del vino y el hollín. Sentada sobre un sillón alto de suave terciopelo azul y madera finamente tallada, me miraba sin parpadear, con una sonrisa serena, apenas una diminuta curva sobre sus labios, que a mi me parecía dolorosamente hermosa. Sus delgadas manos descansaban sobre sus faldas y a su lado, en una mesita, había un reloj de arena, cuyas arenas estaban a punto de terminarse. El fondo de la estancia eran unos paneles de madera y una cortina de color negro que caía ocultando una ventana. Todo dentro de ese mundo de tela, madera y óleos era hermoso; el único detalle que hacía que se me erizara la piel y convertía mis noches en interminables pesadillas, era la enorme y horrible ave negra que descansaba sobre el respaldo del sillón, un buitre, que miraba fijamente, como un guardián. Como si yo fuera carroña, sus ojos negros y pequeños incrustados en esa asquerosa cabeza calva, me penetraban intentando imaginar que sabor tendría mi carne al descomponerse.


Maldecía que la carta no me hubiera sido entregada antes. Pero no solo había llegado tarde, había llegado en el peor momento posible. Mi hermana la había depositado en mis manos al finalizar el velatorio de mi abuela esa misma tarde. Me dijo que era para mí y que lamentaba no habérmela dado antes. Estaba tan preocupada por ti, me dijo con lágrimas en los ojos al ver mi expresión de rabia «¡Estúpida Cecilia!» pensé, maldiciendo su distracción. Ahora ya no había manera de salir de esta horrible maldición, ya la había contemplado.


Catrina había llegado a mí trece días atrás. Después de unos horribles asuntos de herencias, el único legado que me había dejado mi abuelo había sido aquel viejo retrato.

Las Horas MuertasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora