Daniela había derramado el cereal sobre la mesa y la leche escurría fría y espesa hasta llegar al suelo.
–¡Por Dios, niña! –exclamó el hombre, abriendo los cajones blancos con rabia. – Quítate de la mesa o te vas a manchar el uniforme.
La pequeña de cachetes inflados y ojos asustados, se apartó de un salto y observó a su padre con la mirada congelada en una expresión de miedo y obediencia total.
–No te pongas a llorar, Daniela –le dijo el hombre con rudeza mientras movía cosas entre los cajones. –Ve por tu hermano que se les va a hacer tarde, y pregúntale a tu mamá donde dejó el pinche trapo.
La niña asintió como un soldado y salió corriendo, con sus piecitos de charol negro y calceta blanca, haciendo un eco pegajoso por el suelo de la cocina.
César seguía abriendo cajones, mascullando maldiciones y preguntándose de dónde había sacado una niña tan torpe.
El hijo más pequeño, dos años menor que la niña, apareció en la puerta de la cocina con una sonrisa inocente que se borró de inmediato al ver a su padre. Se quedó quieto como un conejo en presencia del cazador, hasta que su mirada se encontró con la de César y corrió por el pasillo.
–¡Carlos! –gritó su padre entre maldiciones. –¿Dónde está tu mamá? ¡Dile que venga! Tú y tu hermana van a llegar tarde a la escuela.
Cuánta rabia sentía, ¿Dónde estaba el maldito trapo? La leche seguía formando un charco sobre las baldosas decoloradas de color azul. Cómo odiaba esas baldosas, cómo odiaba esa cocina pasada de moda, cómo odiaba que su hija fuera tan torpe, el que su hijo fuera tan llorón y que su mujer ya no se dignara a hablarle. Tenía una lista, una enumeración de cosas que odiaba y la del primer lugar, gracias al cielo, ya la había eliminado aquel mismo fin de semana.
–¡Esta fue la cereza que remató un fin de semana perfecto!
Al menos los ruidos constantes de los niños, que le recordaban que ya no era joven y que la vida que había imaginado a los veinte no existía, se habían terminado. También se habían terminado los gritos de su esposa, la negación de concederle el divorcio, de regresarle su libertad robada por una noche sin condón, esa negación se había terminado porque ya ni siquiera quería hablarle; pero ya no le importaba lo que tuviera que pagar por la vida de esos animales, quería su libertad de vuelta.
¿Quién hubiera imaginado que con callarle el hocico a un solo animal bastaría para callárselo también al resto de la manada? Ese lunes era el más silencioso que había tenido en años.
Su mujer entró entonces a la cocina, y lo fulminó con una mirada más letal y venenosa que sus años de forzado matrimonio. No dijo nada, se acercó al único cajón que no había abierto todavía, sacó el trapo, lo arrojó sobre el charco de leche y se marchó del lugar.
–Pinche, enfermo –masculló su mujer al salir.
–Sabes, amor –escupió César siguiéndola. –Si no cambiarás las cosas de lugar, no estaríamos en esta situación.
–¿Me estás echando la culpa? –se defendió la mujer de ojos envejecidos por el coraje. –¡Tú mataste al perro!
–Pero de haber sabido donde estaba el puto trapo no hubiera tenido que hacerlo a golpes.
–Estás enfermo, César...
–Quiero el divorcio, Teresa.
–Ya nos vamos –anunció la mujer abriendo la puerta para que los niños salieran y entraran al auto.La mancha de sangre no se había podido quitar de la alfombra de entrada ni de la puerta pintada de blanco. No se quitaría, por mucho que su esposa lo hiciera tallar no se quitaría nunca, así como tampoco se quitaría el miedo en los ojos de sus hijos o la rabia de su cabeza. Cuando se quedó solo, esperó como costumbre los ladridos de Jack, nombre idiota que sus hijos le habían dado al perro que había metido en una bolsa de basura la noche anterior, pero sólo estaba el silencio de la casa hipotecada que olía a familia, chicloso y pesado. Él no quería esa vida, ni la vida que había imaginado a sus veinte años, él solo quería silencio, silencio y soledad de una vez por todas.
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Las Horas Muertas
HorrorUn compendio de relatos de terror en donde el miedo, la desesperación y la incertidumbre inundan cada párrafo. Cuentos solo para darnos cuenta que lo que menos podemos controlar es a nosotros mismos.