Las nubes habían mantenido al sol oculto, como de costumbre en esos meses fríos de ciudad, y Julia se encontraba recargada contra la puerta de su departamento, mirando como subían los muebles de la nueva inquilina que ahora viviría a su lado.
Su nueva vecina era una mujer adulta, de apariencia oscura con un largo cabello negro como el ébano y la postura encorvada. Su rostro era pálido y de expresión melancólica en esos ojos pequeños y ensombrecidos, estrellas negras entre los velos de su cabello.
Julia suspiró, el último piso del edificio había sido todo para ella durante ese año, y ahora no sabía que pensar de su nueva vecina.
Los hombres subían maletas viejas, de cuero gastado y oscurecido, de tela gris y remendada y de tapices viejos que soltaban polvo con cada exhalación cansada.
Pero, entre todas las cosas que cargaban, había unos baúles. Pequeños y medianos, de madera barnizada o pintada, pero todos viejos y de apariencia extraña entre el resto de mobiliario y cajas de cartón. Y fue uno de esos baúles lo que más llamó su atención. Era uno enorme, que los hombre subían con esfuerzo, de una madera negra y calcinada, con remaches oxidados que no dejaban de crujir como a punto de soltarse. Sintió un escalofrío cuando ese baúl entró por el pasillo con un soberano esfuerzo, pero solo pensó que se trataba de alguna excentricidad así que no le dio mucha importancia y entró de nuevo a su propio departamento, que era un desastre de ropa regada por el suelo y platos sucios. Quería una excusa para no tener que saludar, pero también otra para no ponerse a limpiar, por lo que optó por volver a salir al pasillo en busca de otra cosa que hacer mientras la nueva inquilina terminaba de instalarse.
Cerca de las escaleras, Julia se encontró a un grupo de vecinas que discutían entre ellas en susurros.
–La nueva mujer es un poco extraña, ¿no te parece?
–¡Muchísimo! –exclamó una de las mujeres. –Tiene una mirada sospechosa. ¿Han visto el enorme baúl que ha traído? ¿Qué clase de cosas podría guardar ahí una mujer soltera?
–Parecieran cosas de brujería con todas esas maletas viejas que carga.
Julia no dio mucha importancia a la conversación, pero igual se quedó a escuchar.
–¿Bruja?
–Con ese cabello y esos ojos que miran todo con sospecha. Y ni siquiera se ha presentado o algo.
–¡No estés exagerando! No creo que cause problemas, solo debe de ser una mujer excéntrica.
–Yo no creo que pueda ser algo tan sencillo.
–Pues yo no creo que sea bruja. ¡Es tonto! ¿En qué siglo crees que estamos? Pero pobre de la chica que vive al lado, seguro que algo extraño le toca.
Una mano helada se retorció en el interior de Julia y sintió que las piernas se le derretían sobre las escaleras oscuras.
¿Bruja? ¿Cosas extrañas? No le gustaba dejarse guiar por lo que los demás decían, pero la nueva mujer no le daba la mejor de las impresiones tampoco.
Se quedó paralizada en las escaleras mientras las señoras supersticiosas con las que compartía el edificio seguían parloteando, y entonces esa mano helada subió por su espalda y se ancló sobre su hombro con una horrible realidad.
–¡Bruja! –gritó dándose la vuelta.
Las señoras se callaron y a Julia se le congeló el alma en la garganta.
La vecina la miraba con incredulidad, aún con la mano levantada. Parecía a punto de decirle algo, pero solo hizo una mueca de rabia y se marchó con paso veloz por el pasillo.
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Las Horas Muertas
HororUn compendio de relatos de terror en donde el miedo, la desesperación y la incertidumbre inundan cada párrafo. Cuentos solo para darnos cuenta que lo que menos podemos controlar es a nosotros mismos.