Encierro

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No te irás jamás. Sentenció con un dedo tembloroso de ira y los amargos vientos se revolvieron en mi alma, pero no los obedecí.

Creía que su locura tenía la fuerza de un fantasma, hasta que las puertas se trancaron, las ventanas se sellaron y mi vida se volvió también mi tumba. Su amenaza se volvió maldición, encerrándome en su laberinto de sombras y locura.

No te irás jamás. No lo permitiré. Me perteneces para siempre.

Una promesa de flores se había marchitado en un amor corrupto de celos, y me ahogaba en el cadáver de lo que solía sentir por ella.

No podía irme. Jamás podría irme.

La oscuridad se volvió mi dios y ella mi diosa, a la que ignoré como un ateo hasta que el día y la noche se fundieron en ese encierro al que ella nos había sometido y a los gritos de la lucha de nuestras almas. Fue en ese momento que comencé a rezar, suplicar y chillar por mi liberación.

La casa se pudría al mismo tiempo que nuestra cordura y sentimientos. No podía soportar el rebajarme a besarle los pies, pero tampoco soportaba un segundo más aquella sentencia.

Le recé a gritos a mi verdugo hasta descubrir que solo saldría de esa casa a través de la muerte. Y el dolor de la soga al cuello no se podía comparar con la asfixia de haber sido prisionero, ni tampoco con el alivio de la liberación de mi cuerpo. No quedó de mí más que la esencia y me derrumbé como neblina por las escaleras donde se amontonaban las flores muertas, y rodé hacia la puerta sellada años atrás por su celosos caprichos.

Mis dedos transparentes se extendieron con una sonrisa, pero antes de tocar la madera, ella develó su sagrado secreto.

Cuando estalló la bala, su alma desgarró el segundo piso y cayó sobre mí como una fiera sobre la presa.

Nuestros fantasmas se fundieron en las sombras y vivimos enmarañados en los huesos del otro hasta que la casa fue devorada por el tiempo y nos volvimos polvo.

Pero jamás nos fuimos, jamás nos lo permitimos.

Las Horas MuertasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora