Lo siento

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–¿Lo harás ahora? –te pregunté mientras paseabas por las habitaciones, ignorándome como siempre.

Te veía hacer lo mismo una y otra vez. Te levantabas con las ojeras amoratadas, producto de las noches en vela en donde llorabas hasta que no te quedaban lágrimas. Dormía junto a ti, pero cuando quería consolarte, me dabas la espalda y te echabas la cobija encima diciendo: vete.

Despertabas y desayunabas una insípida comida, sin mucha gracia. Recordaba las grandes comilonas que solíamos darnos los domingos perezosos. Ahora apenas y probabas bocado, estabas tan gris, tan delgada. Me acercaba a las cómodas y las abría para prepararte algo de desayunar.

–Te haré tu favorito, amor –te decía con una sonrisa mientras tomaba un plato o una cacerola. Pero los platos se me resbalaban cuando te levantabas de golpe y volvías a cerrar las puertas de la alacena. Suspirabas irritada y comenzabas a limpiar los vidrios rotos.

–Lo siento.

Pero tú no parecías oírme, me ignorabas por completo, cuando hace tan solo unas semanas habías sido todo mi apoyo, todo lo que tenía.

–¿Lo harás ahora? –te pedía cuando veía que tomabas el último trozo de cristal entre tus dedos y lo contemplabas con la misma adoración que un creyente contempla un altar. Pero al final, era siempre lo mismo. Dejabas el trozo en el cesto de la basura, terminabas tu comida sin sabor ni objeto y te escurrías de nuevo hasta la cama.

Te seguía, solo para contemplar como rompías en llanto de nuevo, acurrucada entre las sábanas.

–Vete... –murmurabas contra la tela. –Ya no estás conmigo.

–Lo siento –te contestaba, pero eso solo te hacía llorar más y a mi solo me hacia sentir más y más culpable.

–Lo siento –murmuraba acercándome. Intentaba abrazarte pero me apartabas con brusquedad, me pedías que me fuera y después corrías a otra habitación, huyendo de mí y de la miseria que siempre había arrastrado hasta obligarte a cargar con ella también.

No quería dejarte, me rehusaba a dejarte, a rendirme, a tirar todo por la borda, a destruir lo que tantos años me había costado y que un mal momento había destruido.

Lo siento, lo siento tanto. No quería volver a deslizarme en la oscuridad, debí haber tomado tu mano con más fuerza, no debí de haberte pedido que cargaras con todo, con toda la porquería que siempre había manchado mi alma y mi mente.

Acomodabas mis pastillas, me llevabas a las terapias y me tomabas de la mano mientras los químicos se introducían en mis venas de manera tan violenta.

Lo siento. Siempre te lo decía cuando abrías tus libros y me los leías para distraerme del dolor de las agujas. Pero tú siempre sonreías y me decías que no tenía que disculparme todo el tiempo, y yo volvía a disculparme, apenado, y entonces me dabas un manotazo y reíamos juntos.

Lamento tanto haber echado todo a perder, solo por un horrible momento de debilidad y desesperación. Toda mi vida busqué a alguien como tú, y solo pude encontrarlo minutos antes de mi muerte, una muerte anunciada por un maquina, una muerte que yo no había pedido. Aunque, al fin y al cabo, nadie pide su muerte, pero pocos pueden pedir su fecha.

Estuviste ahí cuando gritaba de dolor, cuando no podía caminar, cuando no podía comer, cuando no podía reír. Soportaste con honor toda la basura que te arrojaba con mis rabietas y mis melancolías. Y, aún así, lo eché todo a perder, todo por uno de esos momentos de horrible y oscura desesperación. Debí haber seguido tu voz, debí haber pensado en tus ojos antes de dejarme vencer y ver como me recordabas que esto no era yo, que esta masa de miseria no era yo. Pero no te escuché, y ahora solo me ignoras, ya te has rendido conmigo, ya me has dado la espalda.

Cuando volvimos del hospital no querías verme, ni hablarme, y no hacías otra cosa que llorar.

–¡Lo siento! –gritaba frente a ti, acurrucada entre las sábanas. –Nunca quise hacerlo y no lo volveré a intentar. Te amo tanto, perdóname, perdóname por favor...

Me eché a llorar e intenté tomarte de la mano, pero la quitaste y te cubriste los oídos.

–¡Vete! ¡Vete de una vez!

–Lo siento...

Los días pasaban y tú te rehusabas a verme o escucharme.

–¿Lo harás ahora? –te preguntaba siempre que veías el espejo del baño y dejabas correr el agua.

Un día, tiraste todas mis pastillas y sentí miedo.

–¡Las necesito!

–Ya no las necesitas.

–Lo siento...

Pasaron días, semanas, y tú seguías en la misma y triste rutina de fingir que no existía.

–¿Volverás a quererme? –te preguntaba todos los días al despertar, acariciando tu cabello. Pero despertabas gritando y me hacías a un lado con temor, suplicando que me fuera.

Pero no quería irme, no sin ti.

–¿Lo harás ahora? –te supliqué una tarde que lavabas los platos. –¿Me perdonarás? Dame una oportunidad, volvamos a estar juntos. ¡Lo siento, lo siento, lo siento!

Miraste los platos un largo rato, hasta que suspiraste con tranquilidad y buscaste algo entre el agua blanca y espumosa.

–¡No! Espera... –intenté detenerte, pero igual lo hiciste.

–Lo siento... –susurraste asustada sobre la bocina del teléfono. –Ha habido un... accidente. ¡Necesito ayuda, por favor!

–¿Qué haces? –dije al punto del llanto.

–Ha habido un suicidio... ¿La víctima?... ¡Ayúdenme, por favor, no quería...!

–No... ¡No, no, no! ¡No lo hagas!

Dejaste el teléfono y comenzaste a llorar desconsoladamente. Mientras yo intentaba calmarte, ayudarte. La espuma donde flotaban los platos era ahora rosada, y el chorro que caí sobre el agua era rojo, proveniente de tus muñecas.

Las manos te temblaban, las piernas te traicionaron y te arrojaron al suelo, donde tu llanto se hizo más profundo.

Corrí a la puerta, en espera de los paramédicos, que no tardaron ni cinco minutos en llegar y entrar a la casa por la fuerza. Ahora no podía hacer nada, y me arrinconé en una esquina para llorar a gritos.

¡No podía hacer nada! Mi ayuda no podía llegar tan lejos, mi alcancé era tan limitado...

Me arrojé sobre los paramédicos gritando, recuperando un poco de valor, pero apenas y me sintieron y no les importó lo desesperado que estaba, lo mucho que deseaba que te reunieras conmigo.

–¡Déjenla, déjenla! –suplicaba, intentando golpearlos, pero no sirvió de nada, mi ayuda no podía llegarte, mis disculpas no podían alcanzarte...

Te esperé, pero cuando regresaste del hospital, con las muñecas vendadas y un aura de miseria, volvimos a nuestra vieja rutina, en la que yo suplicaba que me perdonaras y tú me suplicabas que me fuera de una vez.

Pero esperaría, esperaría hasta que lo volvieras a intentar, hasta que decidieras perdonarme y abrazarme de nuevo y esta vez no te me escaparías.

Lo siento, pero no pienso irme todavía, no pienso irme sin ti.

Las Horas MuertasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora