Muertos en vida por los pasillos

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El ataúd era blanco con dorado. Era magnífico, precioso y hermosamente doloroso.

Aquella mañana había amanecido lluviosa y nubosa. Como si el tiempo predijera que algo malo iba a suceder. Y no estaba tan equivocado.

Llevaba puesto un vestido negro de mangas largas y había intentado arreglar mi cabello y quitarme las ojeras de los ojos hinchados con algo de maquillaje.
La abuela había insistido en que no tenía que ir si no quería, pero quería hacerlo. Tenía que aferrarme a algo y salir adelante.

A mi lado estaban mis abuelos, mis tíos, tías y primos. Todos habían llegado para el entierro. Se me pasó por la cabeza que mi madre no los había vuelto a ver en vida.

Mi papá estaba alejado de todos nosotros. Varios hombres se acercaban con sus esposas a saludarlo y darle palabras de aliento.

Habló con todos, menos conmigo.

Mi tío Manuel lo había excusado diciéndome que se encontraba muy ocupado con todo.

Nadie sabía que yo había escuchado hablar a mi enfermero con una de las empleadas de la casa.
Papá se había rehusado a verme, a hablar conmigo. Se había rehusado cientos de veces a pesar de que todos habían insistido.

Cuando comenzaron a bajar el ataúd en la fosa tuve que sujetarme al brazo de mi tío Manuel. Para ese punto no había nada que calmara mis lágrimas.

Había creído que lo soportaría. Sólo había ido para despedirme. Para cerrar un ciclo. Pero estaba equivocada. Nunca iba a poder superarlo.

Sin ser consciente de lo que estaba haciendo, mis pies caminaron hacia la fosa y hacia el ataúd. Empujé a los hombres que estaban bajándolo.

-¡No! - grité - ¡Mamá! ¡Mamá! ¡Sal de ahí! ¡Aún no puedes irte! -
Me aventé encima del ataúd. Se sentía frío y húmedo.

Mi tío corrió a sujetarme. Me adherí más a el y continué gritando.
Daniel me sujetó por la cintura y David despegó mis dedos de la tapa. Patalee en el aire. El enfermero corrió con jeringa en mano. Le di un manotazo y la jeringa cayó al suelo.

-Cariño, tranquila - la abuela intentó agarrarme de los brazos.

-¡Tienes que decirles! - le grité- ¡Diles que no está muerta! ¡Diles que no la metan ahí! ¡Está oscuro! ¡No le gustará! - Ella no pudo seguir viéndome ni escuchandome. Se fue con una mano tapando su boca.

Lavanda intentó llegar a mi, pero un agente de seguridad se lo impidió.

Daniel me llevó cargando hasta meterme al auto de mis abuelos y cerró la puerta. Me recosté llorando en los asientos.

Los periodistas se habían amontonado cerca de mi padre y mi familia estaba diciendo el último adiós a un estúpido ataúd. Como si creyeran que ella podía escucharlos.
No había ningún cuerpo allí dentro.
No habían logrado sacarla antes de que el auto explotara.

Me estiré y salí por la otra puerta del auto sin que Daniel me viera. Estaba más concentrado vigilando a los periodistas que en vigilarme a mi.

Al salir del cementerio todos los periodistas que no habían logrado entrar se amontonaron a mi alrededor. Empujé a unos cuantos violentamente. Uno de ellos me jaló de la manga del vestido. Le di una patada en la rodilla, el hombre dejó caer la cámara con la que estaba tomándome una foto y cayó quejándose de dolor en el piso.

Tuve que caminar hasta la acera y seguir hasta que llegué a la esquina.
Había comenzado a llover.

Paré un taxi. Me subí mojada y con el vestido lleno de tierra. El taxista me miró por el retrovisor.

LATIDOS METÁLICOS Donde viven las historias. Descúbrelo ahora