Carta Décima

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De la señorita Margaret Lesley a la señorita Charlotte Lutterell

Portman Square, a 13 de abril.

Mi querida Charlotte:

Nos fuimos del castillo de los Lesley el día 28 del mes pasado y llegamos sin incidentes a Londres tras un viaje de siete días; tuve el placer de encontrarme aquí con tu carta, que esperaba mi llegada, por la que te doy mis más sinceras gracias. ¡Ay! mi querida amiga, cada día añoro más los tranquilos y serenos placeres del castillo que hemos dejado a cambio de las dudosas y desiguales diversiones de esta ciudad glorificada. No pretendo afirmar que estas dudosas y desiguales diversiones me sean en absoluto desagradables; al contrario, las disfruto mucho y las disfrutaría incluso más si no estuviera segura de que cada aparición que hago en público no hace sino fortalecer la cadena de aquellos seres infelices de cuya pasión es imposible no compadecerse, aunque el que vuelva a aparecer o no, no es cosa mía. En pocas palabras, mi querida Charlotte, es mi debilidad por los sufrimientos de tantos jóvenes amables, mi antipatía por la admiración extrema con la que me encuentro, y mi aversión por ser tan célebre en público, en privado, en los periódicos y en las imprentas, todas éstas son las razones por las que no puedo disfrutar del todo las tan variadas y agradables diversiones de Londres.

¡Cuántas veces he deseado tener tan poca belleza personal como tú!, ¡que mi figura fuese tan poco elegante, mi cara tan fea, y mi apariencia tan desagradable como la tuya! Pero, ¡ay!, qué pocas posibilidades hay de que ocurra un acontecimiento tan deseado; ya he pasado la viruela y, por tanto, debo someterme a mi infeliz destino.

Ahora, mi querida Charlotte, voy a confiarte un secreto que durante mucho tiempo ha turbado la tranquilidad de mis días y que es del tipo de los que requieren la más inviolable discreción por tu parte. El lunes pasado por la noche, Matilda y yo acompañamos a Lady Lesley a una recepción en casa de la honorable señora Kickabout; íbamos acompañadas del señor Fitzgerald, que, por lo general, es un joven muy amable, aunque quizá con un gusto un poco extraño —está enamorado de Matilda—. Apenas habíamos presentado nuestros respetos a la señora de la casa y habíamos hecho reverencias ante media veintena de diferentes personas, cuando me llamó la atención la aparición de un joven de lo más hermoso en su género, quien en ese momento entraba en la habitación junto con otro caballero y una dama. Desde el primer momento en que lo vi, estuve segura de que la felicidad de mi vida dependía de él. Imagina mi sorpresa cuando me lo presentaron con el nombre de Cleveland; lo reconocí al instante como el hermano de la señora Marlowe y como el conocido de mi Charlotte en Bristol. El señor y la señora M. eran el caballero y la dama que lo acompañaban. (¿A ti no te parece guapa la señora Marlowe?). El discurso elegante del señor Cleveland, sus finos modales y su encantador saludo confirmaron mi afecto al momento. No habló, pero podía imaginarme todo lo que hubiese dicho si hubiera abierto la boca. Puedo imaginarme los cultos conocimientos, los nobles sentimientos y el elegante lenguaje que habría relucido de manera tan destacada en la conversación de Cleveland. El que se acercara Sir James Gower (uno de mis demasiado numerosos admiradores) impidió el descubrimiento de alguna de esas facultades, poniendo fin a la conversación que nunca entablamos y atrayendo mi atención hacia él. Pero, ¡oh!, ¡qué inferiores eran las dotes de Sir James comparadas con las de su tan envidiado rival! Sir James es uno de nuestros visitantes más frecuentes y casi siempre es partícipe de nuestras fiestas. A menudo nos hemos encontrado con el señor y la señora Marlowe, pero no con Cleveland; siempre está ocupado en algún otro lugar. Cada vez que veo a la señora Marlowe me agota mortalmente con su pesada conversación acerca de ti y de Eloisa. ¡Es tan estúpida! Vivo con la esperanza de ver a su irresistible hermano esta noche, ya que vamos a casa de Lady Flambeau, quien sé es íntima de los Marlowe. Nuestro grupo lo formaremos Lady Lesley, Matilda, Fitzgerald, Sir James Gower, y yo. Vemos poco a Sir George, que casi siempre está en la mesa de juego. ¡Ay, pobre suerte mía!, ¿dónde estarás en estos momentos? Vemos más a Lady L., que siempre aparece (con mucho colorete) en el momento de la cena. ¡Ay, con qué joyas tan encantadoras estará adornada esta noche en casa de Lady Flambeau! Pero me pregunto cómo puede ella deleitarse luciéndolas; seguramente sea consciente de la ridícula falta de decoro que supone el cargar su diminuta figura con esos superfluos adornos; ¿es posible que no sepa lo superior que es una elegante simplicidad a la vestimenta más estudiada? Si tan sólo nos lo regalase a Matilda y a mí, ¡cuánto se lo agradeceríamos!, ¡qué favorecedores serían los diamantes en nuestras finas y majestuosas figuras! Y qué sorprendente es que nunca se le haya ocurrido a ella esa idea. Estoy segura de que si he pensado de este modo una vez, lo haré cincuenta más. Siempre que veo a Lady Lesley llevándolas, inmediatamente acuden a mí estas reflexiones. ¡Y además son las joyas de mi propia madre! Pero no diré más sobre este melancólico asunto —déjame divertirte con algo más agradable—, Matilda recibió una carta de Lesley esta mañana, mediante la cual tenemos el placer de enterarnos de que está en Nápoles, se ha hecho católico, ha conseguido una de las declaraciones del Papa para anular su primer matrimonio, y desde entonces está casado con una mujer napolitana de alta alcurnia y gran fortuna. Nos dice, además, que un episodio del mismo estilo le ha ocurrido a su primera mujer, Louisa, quien se encuentra igualmente en Nápoles, se ha hecho católica y pronto se casará con un noble napolitano de grandes y distinguidos méritos. Dice que actualmente son muy buenos amigos, que casi han olvidado todos los errores pasados y tienen la intención de ser en un futuro muy buenos vecinos. Nos invita a Matilda y a mí a visitarle a Italia y a llevarle a su pequeña Louisa, a la que la madre, la madrastra y él están por igual deseosos de ver. En cuanto a aceptar esta invitación, actualmente es algo bastante incierto; Lady Lesley nos aconseja que vayamos sin más pérdida de tiempo; Fitzgerald se ofrece a acompañarnos, pero Matilda tiene algunas dudas sobre si un plan así es decoroso: estoy segura de que el tipo le gusta. Mi padre no desea que tengamos prisa, puesto que, tal vez si esperamos unos meses, él y Lady Lesley tendrán el placer de acompañarnos en el viaje. Lady Lesley dice que no, que nada le hará anteponer por encima de las diversiones de Brighthelmstone un viaje a Italia, únicamente para ver a nuestro hermano. "No —dice la desagradable mujer—, ya fui suficientemente tonta una vez como para viajar no sé cuántos cientos de millas para ver a dos de la familia, y me encontré con que no solucionó nada, así que... ¡lléveme el demonio si alguna vez vuelvo a ser tan tonta!". Eso dice la dama, pero Sir George aún insiste en que a lo mejor en uno o dos meses nos acompañarán.

Hasta siempre, mi querida Charlotte,

Tu fiel Margaret Lesley

Jane Austen - El Castillo de LesleyDonde viven las historias. Descúbrelo ahora